En esta Tesis se considera a las referencias teórico-conceptuales como una producción de significados. Por lo tanto, este capítulo pretende ser una comunicación en la cual se especifiquen los significados de los conceptos que orientan el abordaje del problema-objeto de la Tesis. Tal especificación está fundada en antecedentes teórico-conceptuales que asumimos, más las apropiaciones y resignificaciones que hacemos propias.
1.1. LAS ARTICULACIONES
El término articulación ha designado, según su etimología y el sentido común, un elemento relativamente externo que permite el funcionamiento conjunto de dos o más elementos no unidos entre sí. Si pensamos en una formación ferroviaria, podemos sostener que los vagones (como elementos separados) se articulan a través de elementos externos a ellos y de acoplamiento, de manera que la formación pueda moverse integradamente. En ciencias médicas, articulación significa la unión entre dos o más huesos y es sinónimo de coyuntura o juntura. Por ejemplo, la articulación entre los huesos permite el movimiento integrado de los elementos, pero no es en sí ninguno de los huesos que intervienen en él.
En los estudios culturales, el concepto de articulación, en principio, designa el punto de unión entre dos cosas (O’Sullivan y otros, 1997: 38). En este sentido, para los estudios culturales lo que se articula son las fuerzas sociales que actúan en gran escala en una configuración o formación particular que se da en un determinado momento o coyuntura, para producir las determinantes estructurales de cualquier práctica, texto o evento dado. Pero, además, el enfoque permite describir y comprender a las articulaciones no sólo como combinación de fuerzas, sino también como una relación jerárquica entre ellas: no todas las fuerzas son iguales ni todas adquieren una posición dominante. Es decir, el concepto de articulación tiene relación con el poder (1).
Sin embargo, en esta Tesis se utiliza el término articulación en un sentido que, si bien asume el significado mencionado, lo supera. Para exponerlo, seguiremos dos vías:
· una analogía del término articulación con la noción de mediación en Raymond Williams y, en menor medida, en Jesús Martín-Barbero;
· un breve desarrollo del término articulación en el pensamiento de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.
1.1.1. Analogía de la articulación con la mediación
Raymond Williams, en el capítulo “De la reflexión a la mediación” de su obra Marxismo y literatura, introduce el concepto de «mediación». Williams explica que mediación no significa (como algunos autores sostienen) un acto de intercesión, como algo que está o se coloca en el medio entre dos elementos, reconciliando esos elementos extraños u opuestos; ésta es una noción idealista de mediación, que entiende a la misma como conexión indirecta o medio entre diferentes actos o elementos (Williams, 1997: 118). Tal significado es similar a la noción de articulación dominante en el sentido común y en la ciencia médica, donde se entiende que la misma es una unión o juntura entre dos o más elementos, en virtud de un tercer elemento interpuesto entre los dos anteriores. Antes bien, para Williams (asumiendo ideas de T. Adorno), «mediación» no designa algo que está en el medio, uniendo o conectando dos elementos, así como tampoco alude al reflejo de un acto que, a la vez, lo distorsiona o disfraza. El proceso de «mediación» no comporta un elemento separable o un medio, sino que es algo intrínseco a un proceso y relativo a determinadas propiedades que manifiestan los elementos relacionados. En este sentido, la «mediación» se halla en el propio objeto considerado (cfr. Williams, 1997: 119-120).
Ahora bien, por analogía, es posible sostener que la articulación no es algo que está en el medio, que es intermediario y, en ese sentido, separable en la relación entre determinados elementos, partes o aspectos considerados. Antes bien, la articulación es un proceso que, en principio, lleva a la necesidad de relacionar los elementos observando que cada uno de ellos al conectarse deja de ser lo que era. En este sentido, por la articulación es posible visualizar procesos en su complejidad que resultan más que la sumatoria, juntura o conexión entre elementos previos a la relación. Más aún, es imposible, a partir del concepto de articulación, concebir de forma pura o aislada cada elemento, parte o aspecto, sin referencia a los procesos determinados donde juegan o se ponen de manifiesto. En este sentido, articulación es un concepto relacional, que implica una relación sin la cual los elementos, en forma pura, posiblemente no existirían.
En América Latina han resultado de interés respecto a esta problemática, las significativas investigaciones del hispano-colombiano Jesús Martín-Barbero (cfr. 1991; 1989). Partiendo de estudios semiológicos, el autor procura comprender las articulaciones entre cultura, comunicación y política en las formaciones hegemónicas, donde el proceso comunicacional, lejos de quedar reducido a un problema de medios de comunicación, es entendido como un proceso de producción social de sentidos. En esta línea, Martín-Barbero provoca un desplazamiento en los estudios culturales de la comunicación, al abandonar una perspectiva que pone énfasis en la comunicación como proceso de dominación y rastrear de qué modos la dominación (antes que nada) se conforma en un proceso de comunicación, que hace que existan elementos en los dominados que trabajan a favor del dominador y de la dominación (cfr. Martín-Barbero, 1998). En términos de Martín-Barbero, «mediación» es la zona donde se articulan los procesos de producción de sentidos de los sectores dominantes con los de producción de sentidos de los sectores dominados. De modo que sería imposible imaginar discursos sociales producidos por fuera de los procesos de dominación. El campo de las mediaciones se halla constituido por los dispositivos a través de los cuales la hegemonía transforma desde dentro el sentido del mundo y de la vida cotidiana (cfr. Martín-Barbero, 1989: 207). Es en este sentido, y continuando con la analogía entre «mediación» y articulación, que debemos concluir que sólo es comprensible una articulación en cuanto proceso que constituye la existencia de los elementos considerados y que opera desde dentro de la relación entre ellos.
1.1.2. El concepto de «articulación» en Ernesto Laclau y Chantal Mouffe
Resulta necesario atender a los significativos aportes de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe acerca del concepto de articulación. En primer lugar, debe aclararse que cuando Laclau y Mouffe hacen referencia a este concepto, se están refiriendo a la capacidad de una «formación hegemónica» frente a la «formación social». Si una «formación social» es un referente empírico, este va transformándose y constituyéndose, por la mediación del discurso y de un mundo de significaciones, en una «formación hegemónica»; de manera que una «formación hegemónica» es un orden total que articula diferencias propias del referente empírico (Laclau y Mouffe, 1987: 164) y que, de esta manera, va produciendo estatutos (fijaciones estables donde había -y hay- variaciones y procesos). De modo que sólo habría partes o elementos separados o puros conectados entre sí en una visión acorde con lo que la «formación hegemónica» produce en el imaginario social. De manera similar, esto mismo ocurre, por ejemplo, con la consideración de la relación entre lo universal y lo particular o entre lo global y lo local: son posibles de comprender en cuanto articulación y son imposibles en términos empíricos, aunque en el imaginario se conciban separadamente (cfr. Laclau, 1996).
Por otra parte, la consecuencia directa de una formación hegemónica, es el establecimiento de verdaderas fronteras que a la vez le permiten significarse a sí misma, al constituir cadenas de equivalencias que construye aquello que está más allá de sus propios límites como algo que esa formación hegemónica no es (Laclau y Mouffe, 1987: 165). De modo que si bien existen diferencias en la formación social, en tanto referencia empírica, esas diferencias no están designadas sino como algo que está más allá de los límites de la formación hegemónica. Esto quiere decir, por un lado, que donde hay límites (considerando una formación social) la formación hegemónica establece fronteras y, por otro, que la formación hegemónica establece fronteras y sustancializa los elementos, presentándolos como puros e incontaminados entre sí; es decir, escatima el carácter relacional en el interior de la formación social y de la misma formación hegemónica.
El término articulación, entonces, no alude a un acoplamiento (a la manera de los vagones de un tren) ni a una unión o juntura (como los huesos se conectan entre sí, sino que alude a la interinfluencia y la intermodificación entre determinados elementos. Sostienen Laclau y Mouffe que la articulación establece una relación tal entre elementos, que la identidad de estos resulta modificada como resultado de ella; y que el discurso, precisamente, es la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria. Además sostienen los autores que los momentos son posiciones diferenciales, en tanto aparecen articuladas en el interior de un discurso; y, por el contrario, los elementos son todas las diferencias que no se articulan discursivamente (cf. Laclau y Mouffe, 1987: 119).
Lo que queda fuera del orden de discurso hegemónico, es decir (en términos de Laclau) los elementos diferentes que no se articulan discursivamente, pero que constituyen una referencia empírica, muchas veces son producidos simbólicamente como «anomalías» y como objeto de «pánico moral». Pero otros tantos elementos terminan siendo no pensados, no dichos, invisibilizados, como si no existieran. De modo que las cadenas de equivalencias en la producción de una determinada formación hegemónica, terminan por sobrepasar e incluso perder la referencia empírica, contribuyendo a la producción de condiciones, de experiencias y de problemas sociales determinados. Consecuentemente, el proceso de invisibilización de elementos diferentes es altamente performativo en la producción de estatutos en una formación hegemónica.
Las articulaciones entre los discursos, especialmente políticos, y los sujetos es un aspecto de interés para nuestro análisis. Laclau y Mouffe sostienen que la práctica política no reconoce, en primer término, intereses de clase a los que luego representa, sino que ella constituye los intereses que representa (Laclau y Mouffe, 1987: 139); de modo que los intereses, las experiencias e incluso los problemas sociales son, en definitiva, construidos o producidos por el discurso político, y en segunda instancia ese mismo discurso asume su representación. Lo que hace, en definitiva, el discurso político, es hegemonizar determinadas demandas e intereses que han sido producidos. Los sujetos, entonces, se constituyen discursivamente y, con referencia a esos discursos, lo hacen en la medida en que se reconocen en los intereses producidos. El discurso político construye/produce los problemas a la vez que constituye sujetos de esos problemas (2).
1.2. LO EDUCATIVO Y LA CULTURA
El problema de lo educativo y la cultura es un viejo objeto de la pedagogía y la teoría de la educación. En rigor, la educación es un hecho, un proceso y un fenómeno del orden de la cultura aunque, como lo venimos abordando, también del orden de la política.
1.2.1. «Lo educativo» respecto de la cultura
Como fenómeno sociocultural la educación es concebida como el encuentro de lo individual y lo social. En tal encuentro, el individuo, en virtud de una capacidad y una tendencia «espiritual», asimila saberes transmitidos por una sociedad que contiene una cultura socializada y una necesidad de perdurar (cfr. Cirigliano, 1979). Por lo que estaríamos en condiciones de afirmar que, en principio, la educación es un proceso que tiende a la conservación y/o reproducción sociocultural. De hecho, ha sido asociado a la enculturación y a la socialización, en cuanto procesos de internalización de la cultura y la sociedad. Pero, además, la educación se ha asociado a las tendencias transformadoras y creativas de la sociedad y la cultura, en especial en las pedagogías críticas (cfr. Nassif, 1980). De cualquier modo, como proceso colectivo moderno, la educación está sobredeterminada por la contradicción entre conservación y creación cultural y entre reproducción (dominación) y transformación sociopolítica.
Resulta indispensable precisar qué entendemos por lo educativo. Por lo educativo entendemos lo que concierne a un proceso consistente en que, a partir de una práctica de interpelación, el agente se constituye como un sujeto de educación activo. En cuanto tal, incorpora de dicha interpelación algún nuevo contenido (3) valorativo, conductual, conceptual, etc., que modifica su práctica cotidiana en términos de una transformación o en términos de una reafirmación más fundamentada (cfr. Buenfil Burgos, 1993: 18). En otras palabras, lo educativo alude a la articulación entre determinadas interpelaciones (llamamientos o invitaciones a ser, pensar, obrar, etc.) que contienen modelos de identificación propuestos desde un discurso específico (familiar, escolar, religioso, mediático) y los reconocimientos que ante ellos se producen (sintiéndose aludido, adhiriendo, asumiendo esos modelos propuestos); articulación que constituye al sujeto.
Un problema central en la consideración de lo educativo es su anudamiento con la escolarización y la consecuente limitación de su sentido a la educación escolar. Esto ha contribuido a producir un estatuto de lo educativo y una cadena de equivalencias significativas acordes con un sentido moderno dominante. La escolarización alude a un proceso en que una práctica social como la escolar, va extendiéndose a nivel masivo en las sociedades modernas. De este modo, la escuela se va constituyendo como institución destinada a producir un determinado orden imaginario social y a reproducir las estructuras y organizaciones sociales modernas existentes. Una institución cuyo objeto es generar una manera de organizar los procesos de socialización, de habilitación para funcionar cotidianamente y de transmisión y uso de conocimientos, que debe entenderse en relación con otros núcleos organizacionales de la modernidad (los mercados, las empresas, las hegemonías), y con sus rasgos propios (la sociedad capitalista, la cultura de masas, la configuración de hegemonías, la democracia; cfr. Brunner, 1992).
El proceso de escolarización se desarrolla a la par de una serie de desplazamientos socioculturales, entre los cuales los más significativos son: el desplazamiento desde las culturas orales a la lógica escritural, desde el «mero estar» al «ser alguien» y desde las diferentes racionalidades al disciplinamiento social. Por otra parte, interjuega con ciertos principios estructurales de nuestras sociedades. Los principios estructurales pueden definirse como las propiedades estructurales de raíz más profunda, que están envueltas en la reproducción de las totalidades societarias (cfr. Giddens, 1995: 54). Estos principios -sin ser exhaustivos- son: el disciplinamiento social de los sujetos y sus cuerpos y de los saberes; la racionalización de las prácticas culturales cotidianas, oscuras y confusas; la construcción e identificación de un estatuto de la infancia; la producción de una lógica escritural, centrada en el texto o en el libro; la guerra contra otros modos de educación provenientes de otras formas culturales; la configuración de un encargado de la distribución escolarizada de saberes, prácticas y representaciones: el maestro moderno; la definición de un espacio público nacional y la consecuente formación de ciudadanos para ese espacio.
El anudamiento entre lo educativo y la escolarización ha contribuido a la producción imaginaria de una separación cultural, donde hay articulación y tensión. La división construida se basa en la doble vectorialidad acaso propia de las sociedades y las culturas periféricas, como las latinoamericanas. Tal doble vectorialidad puede, a su vez, ser percibida bajo la forma de una presión subjetiva y colectiva, donde los dos vectores son: (i) un vector intelectual, que «ve» objetos y decide cosas prácticas y que representa la presión por «ser alguien»; y (ii) otro vector emocional, que carga al mundo de signos y lo puebla de «dioses» (Kusch, 1975: 45) y que representa la presión del «mero estar».
La separación entre tales vectores se ha hecho manifiesta en ciertas «obsesiones pedagógicas» (cfr. Carrizales Retamoza, 1993). Podemos señalar tres obsesiones pedagógicas, por lo menos, que obstruyen la comprensión de la relación entre lo educativo y la cultura, ya que instalan un principio de «imperialismo» pedagógico-didáctico divorciado de la problemática cultural. Ellas son:
La obsesión por lo claro: lograr la claridad genera tranquilidad al espíritu y le proporciona tranquilidad y seguridad al poseer una certeza. Pero tener las cosas claras obstaculiza la búsqueda de interpretaciones distintas a las dominantes, a la vez que margina o silencia otras voces y preguntas. La obsesión por lo claro legitima ciertos objetos a la vez que hace invisibles, peligrosos e ilegítimos a los procesos, porque en general son oscuros y confusos.
La obsesión por la eficiencia, que se ha instalado en los discursos de la política educativa, vinculada con el rendimiento, la calidad (siempre entendida como cantidad), la productividad y la excelencia. Como obsesión, aparece en casi todos los programas de innovación educativa y de modernización, que se transforman en fetiches para los docentes, y en las propuestas de planificación de las actividades educativas, lo que implica generalmente que el que planifica está por arriba del que ejecuta. La obsesión por la eficiencia ha contribuido a reemplazar la crítica por las ideas de capacitación y actualización, a la vez que ha soslayado la incertidumbre, sometiéndola e invisibilizándola a través de mecanismos de cálculo y de medición y de construcción de resultados según patrones preestablecidos.
La obsesión por la velocidad: que nace de la necesidad de vincular a la educación con los avances de la ciencia y la tecnología, para que ella contribuya al progreso social; de allí se infiere que la educación requiere cambios tan acelerados como lo que se viven en la revolución científico-técnica. Las políticas y programas de actualización se basan en esta idea de retraso de la educación. La obsesión por la velocidad ha contribuido al desfallecimiento de la reflexión como una actividad lenta y complicada frente a una realidad que se impone de manera evidente.
Si bien la incertidumbre posmoderna ha evidenciado y, a la vez, ha puesto en crisis este conjunto de obsesiones propias de la escolarización, ellas aparecen diseminadas por todas partes sin tener un lugar preciso y han sido incorporadas en el imaginario social y el discurso pedagógico. Las obsesiones se han extendido a la generalidad de las prácticas sociales en virtud de la cultura escolar. En efecto, el estatuto de la escolarización ha contribuido a anudar lo educativo con un tipo de cultura: la cultura escolar. La cultura escolar comprende un conjunto de prácticas, saberes y representaciones producidas y reproducidas a partir de la institución escolar. Pero también incluye las modalidades de comunicación y transmisión de saberes para poder actuar socialmente (más allá de la escuela) que operan de acuerdo con la «lógica» escolar. En este sentido, la cultura escolar es una forma de producción, transmisión y reproducción que tiende a la organización racional de la vida social cotidiana. La cultura escolar, entonces, transforma desde dentro la cotidianidad social, imprimiendo en ella formas de distribución, disciplinamiento y control de prácticas, saberes y representaciones aún más allá de los ámbitos identificados como la «institución escolar».
La clausura del sentido de lo educativo y la limitación del objeto de la pedagogía y otras disciplinas educativas a lo escolar ha conducido, innecesariamente, a excluir una serie de prácticas y espacios socioculturales que forman sujetos del concepto de educación o a soslayar otras prácticas sociales (no necesariamente escolares) relacionadas con las prácticas educativas. En un sentido deconstructivo (en cuanto crítica del estatuto producido sobre la educación) es preciso atender a todas aquellas prácticas y espacios, institucionales o no, que contribuyen con la formación de sujetos, describiendo en qué condiciones se producen, a través de qué quehaceres, relacionados con qué fuerzas políticas, con qué tipo de contradicciones y qué tipo de sujeto constituyen y de alternativas ofrecen. Esto implica, básicamente, que las prácticas educativas no se llevan a cabo sólo en las instituciones educativas específicas, sino en muchas otras agencias sociales (cfr. Buenfil Burgos, 1993).
En la articulación entre lo educativo y la cultura, necesitamos hacer referencia a modos diferentes de entender las políticas culturales en una sociedad. El sentido de una «política cultural» no se agota en lo que se genera, como interpelación y reconocimiento, desde determinadas acciones estratégicas (sean estas «oficiales» o no), sino que, a nuestro juicio, abarca también una multiplicidad de diferentes prácticas culturales (en el sentido de tácticas) desarrolladas por sectores «débiles». Una política cultural también comprende los recursos empleados para ejercer oposición a las significaciones dominantes y para defender formas contrahegemónicas existentes o emergentes. En esta línea, es un intento colectivo para vivir experiencias y denominar el mundo de formas diferentes. En tal sentido, todas las prácticas y espacios socioculturales existentes más allá de la escuela y los sistemas escolares contribuyen a formar el cuerpo de las políticas culturales. Uno de los rasgos más significativos de vinculación entre las políticas culturales y lo educativo es su carácter proyectivo. La asociación entre proyecto educativo y proyecto de escolarización es, a su vez, uno de los significados que contiene el estatuto de la escolarización. Sin embargo, si existen otras prácticas y otros espacios educativos más allá de la escuela, además de otros modos de hacer y de pensar lo educativo, podemos afirmar que son proyectivos en la medida en que forman sujetos en la articulación entre interpelaciones y reconocimientos. La distinción básica que puede hacerse en ese carácter proyectivo tiene relación con el poder y la hegemonía.
Cada proyecto, articulado a determinadas formaciones discursivas, produce una interpretación del mundo, de la vida y de lo educativo, de acuerdo a intereses, expectativas y sentidos diferentes. En este sentido, es posible distinguir dos órdenes de interpretación que contienen diferentes sentidos del proyecto educativo, en relación con el poder y la hegemonía. Por un lado, lo educativo entendido como acción estratégica es un tipo de interpretación de las condiciones e interacciones sociales que se resuelve a intervenir en la realidad con el objeto de producir hegemonía o de incrementar su legitimación y su consenso. Para ello, produce una interpelación que tiene por objeto hacer de las prácticas culturales un tipo de prácticas políticas que se articulen con la hegemonía, haciendo que los sectores populares (por la vía de la legitimación y el consenso) asuman e incorporen como propios los intereses dominantes. A la vez, la interpretación y la consecuente interpelación de la acción estratégica educativa construye un discurso del otro y lo otro como confuso, oscuro, irracional, inconsciente, subversivo, ingenuo, desordenado, inculto, etc. Con lo que es posible sostener que toda acción estratégica educativa no sólo es un tipo especializado de interpretación, sino que produce activamente reconocimientos adecuados al proceso de construcción de hegemonía; es decir, es un tipo de interpretación performativa.
Por otro lado, lo educativo en cuanto proyecto crítico (también estratégico) construye un discurso con sentido contrahegemónico. Los discursos contrahegemónicos, por lo tanto, tienden por lo general a ocupar un territorio que no les es propio (en el sentido de «propiedad» económica) a través de la construcción de alternativas y de acciones desde los márgenes, que por lo general significa hacerlo desde una necesaria historización y ubicación geopolítica de las prácticas culturales. En este caso, la memoria, en cuanto acumulación narrativa disponible para la acción, y las tácticas, en cuanto producidas por la oportunidad y el interés de apropiación, son performativas.
1.2.2. Lo educativo y la cultura en términos de interjuego entre «acciones estratégicas» y «prácticas culturales»
El término acción (de agere: obrar) tiene relación con la actividad y designa el ejercicio de una potencia o la impresión de un agente en o sobre un paciente. En el marco de la filosofía aristotélica, la acción implica un movimiento, un cambio en una realidad. El cambio, para Aristóteles, es el paso o el proceso de un estado de potencialidad a un estado de actualidad y supone la intervención de una causa agente. El acto cumplido o «entelequia» es la perfección resultante de una actualización. Para Max Weber, por ejemplo, existen cuatro tipos de acto que son posibles de distinguir si atendemos a su sentido. Ellos son: el acto racional respecto de fines (en el que el actor concibe el fin y combina los medios para alcanzarlo), el acto racional respecto de un valor (el actor no actúa para obtener un resultado extrínseco, sino para permanecer fiel a la idea que se forja del honor), el acto afectivo o emocional (la acción se define por reacción emocional del actor en circunstancias dadas y no por fines o valores) y el acto tradicional (dictado por los hábitos, las costumbres, las creencias; responde a reflejos afirmados por una práctica prolongada en el tiempo). Cabe aclara que, según esta clasificación weberiana, en esta Tesis estamos entendiendo por acción a los actos racionales con respecto a fines y, secundariamente, con respecto a valores, y por práctica a los actos tradicionales.
El sociólogo A. Giddens sostiene que “una acción nace de la aptitud del agente para «producir una diferencia» en un estado de cosas o curso de procesos preexistentes. Un agente deja de ser tal si pierde la aptitud de «producir una diferencia», o sea, de ejercer alguna clase de poder” (Giddens, 1995: 51). Sin embargo, esta vinculación de la acción con el poder no significa, en principio, que las opciones de la acción sean del todo libres ni que toda acción tenga un sentido transformador. De hecho, las circunstancias de la acción operan a la manera de un constreñimiento social. Pero esto, aclara Giddens, no quiere decir que la estructura deba concebirse como algo externo a la acción o como una fuente de restricción e imposición. Más bien debe concebirse la acción como articulada con la estructura: la acción está constituida por la estructura y a la vez va constituyendo a la estructura.
A esta altura, necesitamos introducir el otro término: estratégica, lo que supone que no toda acción es estratégica. Las estrategias son los medios a través de los cuales es posible llevar un poco de orden, racionalidad y claridad a las prácticas culturales prolongadas en el tiempo. La estrategia es un término tomado de la teoría de la guerra por el pensamiento y la acción social. La palabra strategía (strategia) significa: aptitudes del general (4). Por su parte, el término strategós (strat-egos: general o jefe) ha sido captado de stratós (stratos: ejército), de donde stratós-ágo: «yo conduzco el ejército». Para el gran téorico de la guerra, Karl Von Clausewitz, la estrategia es combinar los encuentros aislados con el enemigo para alcanzar el objetivo de la guerra (Von Clausewitz, 1994: 102); en otras palabras, la estrategia traza el plan de la guerra (Ib.: 171), cuyo objetivo abstracto es derrotar/desarmar las fuerzas militares, el territorio y la voluntad del enemigo (Ib.: 52).
La estrategia, como bien lo señala Michel De Certeau, es el cálculo o manipulación de relaciones de fuerza que se hace posible desde que un sujeto de voluntad y poder (sea un ejército o una empresa, un grupo «educativo» o una ONG) resulta aislable. La estrategia postula, entonces, un lugar que puede circunscribirse como algo propio, desde el cual administrar las relaciones con una exterioridad, sean los enemigos o los clientes, como los educandos o los destinatarios (cfr. De Certeau, 1996: 42). Podríamos decir, es una forma clave de trabajar para el otro, lo que inmediatamente significa (según lo expresa Paulo Freire, 1970) trabajar sobre el otro o contra el otro. En definitiva, la estrategia es una maniobra de la guerra, guerra (en este caso) contra y/o sobre las prácticas culturales confusas, desordenadas, irracionales (en cuanto más ligadas con la sensibilidad que con el entendimiento), propias de la ignorancia, el «dejarse estar», la incompetencia o la ineficacia.
Cuando, por ejemplo, J. Habermas diferencia entre «acción instrumental» y «acción comunicativa» (cfr. Habermas, 1992) y, a la vez, sostiene que toda acción instrumental está orientada a la manipulación, el control y el dominio sobre el otro, configurando un tipo de racionalidad centrada en la identidad (en un sentido totalizador) y el etnocentrismo, indudablemente hace referencia al tipo de acción estratégica que recién presentamos, vinculada con la guerra contra el otro. El progreso, como fantasma (5), ha necesitado de este cálculo y esta intervención racional manipuladora, controladora, dominante (6). Sin embargo, cuando se considera a la acción comunicativa con un tipo de configuración basada en la diferencia, esto es: en el reconocimiento de la otredad, también nos encontramos con un tipo de acción estratégica pero, en este caso, radicalmente distinta de la otra. En el contexto del pensamiento crítico, llamativamente el «pensamiento estratégico», la «planificación estratégica» o la «intervención estratégica» han pasado a designar, en los últimos años, una especie de voluntad o de acción transformadora, habida cuenta de las relaciones de fuerza, las contradicciones y las redes de poder existentes en las prácticas sociales. Puede esto explicarse si consideráramos a la acción estratégica como un tipo de acción comunicativa. Podemos llegar, entonces, a una primera conclusión: Las acciones estratégicas, teniendo en cuenta sus intereses y evaluando su sentido, pueden ser instrumentales (dominadoras, calculadoras, controladoras) o comunicativas (basadas en el reconocimiento de la diferencia, críticas y transformadoras). Esto nos resultará especialmente significativo al considerar los alcances de lo educativo respecto de la cultura.
Por su parte, el término práctica (de praktiké: práctica u obra) indica un tipo de conocimiento que se logra en el mismo obrar, en el interior de él. En el sentido común, designa el ejercicio de un arte, a la vez que la destreza que se adquiere en ese ejercicio; es decir: implica tanto el proceso como la acumulación lograda, una acumulación que, más que un resultado, es una internalización o apropiación. También práctica designa un uso continuado y durable; en este sentido está relacionado con lo habitual y lo acostumbrado, como así también con lo tradicional. Como soporte de la práctica hay una noción de tiempo bien diferente a la de la acción estratégica: la práctica tiene relación con la durée o duración, en cuanto tiempo vivido o experimentado; un tiempo más relacionado con el orden de la sensibilidad que con el orden de la geometría (véase Bergson, 1985).
Cuando P. Bourdieu aborda el problema de la práctica (Bourdieu, 1991) sostiene, en principio, que ella es producida por el «habitus» (Ib.: 94; 100). El «habitus», para Bourdieu, más que con la intervención racional o la acción, tiene relación con la internalización de la exterioridad; es “una formación duradera, (el) producto de la interiorización de los principios de una arbitrariedad cultural capaz de perpetuarse una vez terminada” una acción externa (Bourdieu, 1981: 72). Esa acción externa (que llamamos estratégica) “tiene por efecto producir individuos duradera y sistemáticamente modificados por una acción prolongada de transformación que tiende a dotarles de una misma formación duradera y transmisible (habitus), es decir, de esquemas comunes de pensamiento, de percepción, de apreciación y de acción” (Ib.: 250). Las estructuras internalizadas actúan como principios generadores y organizadores de prácticas y también de representaciones (cfr. Bourdieu, 1991: 92).
Las prácticas producidas por el habitus tienden, con mayor seguridad que cualquier regla formal o norma explícita, a garantizar la conformidad con una estructura y la constancia o duración a través del tiempo. Las prácticas, además, cargan con una historia incorporada y naturalizada; en ese sentido, olvidada como tal y actualizada en la práctica. En los sujetos, entonces, hay una especie de «investimiento» práctico que está condicionado por el orden cultural (objetivo) y que crea disposiciones subjetivas. Bourdieu utiliza el término investissement, traducido como «inversión/inmersión»; esto es: en el juego (enjeu) práctico, el sujeto está invirtiendo, en sentido económico, y a la vez está inmerso en él, en sentido psicoanalítico (cfr. Bourdieu, 1991: 113-ss.).
Esa investissement práctica se pone de manifiesto, por así decirlo, en el complejo de dimensiones compuesto por ethos, hexis y eidos (Bourdieu, 1990: 154). La historia común está marcada por luchas y contradicciones y así se encarna en el cuerpo de manera durable (habitus), creando disposiciones permanentes que son principios de la práctica y están gobernadas por un control históricamente internalizado y por determinados valores (ethos). Esto se manifiesta tanto en lo más concreto del punto de vista corporal: el gesto, la postura, el temple, el «llevar el cuerpo» (hexis), como en los modelos de interpretación y comprensión de la experiencia y de la vida (eidos).
Los sujetos de la práctica desarrollan un «saber» o una conciencia práctica acerca de las condiciones de su obrar y de la vida, que no pueden expresar discursivamente (cfr. Giddens, 1995), es decir, el sujeto, a nivel del cuerpo, cree en lo que juega (cfr. Bourdieu, 1991). Esto le permite desenvolver su quehacer cotidiano rutinario y tal rutinización conlleva el sostenimiento de una sensación de «seguridad ontológica» (Giddens, 1995), es decir, una certeza y confianza sobre su ser, su hacer y su mundo, que son tales como parecen ser.
Las prácticas culturales, como constitutivas de un «sistema complejo», constituyen un orden que, paradójicamente, se presenta con las características del caos. Esto nos lleva a una primera explicación acerca de las razones por las cuales las acciones estratégicas se justifican a sí mismas. ¿Por qué las prácticas culturales deben sufrir o padecer a las acciones estratégicas, de las que son su objeto más específico? En principio, debido a que las prácticas culturales son caóticas; por lo que, en principio, las acciones estratégicas se diseñan y se ponen en acto, por así decirlo, en tanto ordenadoras. Con lo que es posible la representación de dos tipos de «orden»: el «orden» del caos y el «orden» ordenador, que a su vez se corresponden con dos tipos de «lógicas»: una es la «lógica» de la práctica (la que muestra Bourdieu, por ejemplo), mientras que la otra es la «lógica» de la racionalización o del complejo legein/teukhein en tanto instituido (tal como lo muestra Castoriadis, por ejemplo).
Las prácticas culturales, debido a la homogeneización de los habitus (que resulta de la homogeneidad de las condiciones de existencia) pueden estar objetivamente concertadas, pero sin cálculo estratégico alguno ni referencia consciente a una norma ni concertación explícita (dice Bourdieu, 1991: 101), ya que la interacción misma obedece a la relación entre las condiciones estructurales objetivas y las disposiciones que estas producen. Sin embargo, es posible sostener que, en la articulación entre cultura y poder, los lugares y los sujetos de la interacción social son diferenciados. En efecto, en la vida cotidiana es posible comprender dos grandes modos de llevar a cabo las prácticas culturales. A esos dos modos, M. de Certeau los denomina: «estrategias» y «tácticas». Las estrategias pertenecen a los poderosos o fuertes y se caracterizan por disponer y calcular los lugares de la interacción haciéndolos propios. Entretanto, las tácticas pertenecen a los débiles quienes, valiéndose de usos y prácticas, actúan en un lugar que no les es propio; las tácticas no tienen más lugar que el del otro: el poderoso, y actúa en un terreno organizado por una fuerza extraña (cfr. De Certeau, 1996). En este sentido, la táctica es el arte del débil, frente a la racionalización del fuerte (7). Toda interacción social consciente e intencional supone una comunidad lingüística, histórica y cultural en la que se llevan a cabo las prácticas culturales. Pero, además, toda acción estratégica supone y es un tipo particular y especializado de práctica cultural. En rigor, toda acción estratégica debe ser comprendida como una práctica cultural particular, especializada y situada. Sin embargo, toda acción estratégica cuenta con un capital cultural que está en posición dominante en la relación de fuerzas de un campo, monopolizando ese capital (lo cual le otorga un fundamento de poder) y definiendo desde cierta «ortodoxia» las posiciones que disponen de menos capital y adquieren acciones subversivas que son caracterizadas como «herejías» (cfr. Bourdieu, 1990: 137) y que suelen ser objeto de distintos grados de «pánico moral». Pero además, toda acción estratégica está en posición dominante en cuanto dispone de un lugar o escenario propio de lucha (aunque esa disposición efectiva sea, muchas veces, sólo imaginaria).
Las acciones estratégicas, entonces, reconocen un orden de fuerzas en las prácticas culturales y actúan a partir de esa situación. Por lo que es posible afirmar que las acciones estratégicas constituyen un tipo especializado de prácticas culturales que se corresponden con un orden político. En cuanto prácticas del orden político, las acciones estratégicas articulan en su interior la lexis y la praxis (cfr. Arendt, 1993), es decir, una dimensión argumental o discursiva y una dimensión específicamente práctica.
Es posible sostener, por otro lado, que, en cuanto política, toda acción estratégica es proyectiva; construye un proyecto no sólo para justificarse y legitimarse, sino también para producir un sentido. Ese proyecto es un conjunto articulado de representaciones que se presentan en el imaginario en la doble dimensión espacio-temporal. El proyecto supone la diferenciación entre espacio per se y espacio producido (cfr. Soja, 1989), así como entre durée y tiempo producido. El espacio producido es un espacio geopolíticamente dispuesto (cfr. Foucault, 1980), mientras que el tiempo producido es un tiempo históricamente determinado (cfr. Vattimo, 1989) (8). De manera que el proyecto contiene la imagen de un «lugar-en-el-futuro» (9) que justifica los procesos que desencadena la acción estratégica y que se recrea incesantemente en las representaciones imaginarias sociales.
Sería posible sostener, entonces, que en las prácticas culturales y en las acciones estratégicas existen diferentes sentidos del tiempo: (a) el tiempo estratégico-instrumental está dominado por el cálculo racional planteado desde una exterioridad trascendente; en este sentido es cronos (el tiempo medible y periodizable); y (b) el tiempo práctico, en cambio, está dominado por la duración y la oportunidad, desde la inmanencia de una interioridad; en este sentido es kairos (el tiempo de la coyuntura experiencial). Del mismo modo, entre las acciones estratégicas y las prácticas culturales existen distintos sentidos del espacio (10): (a) un espacio estratégico-instrumental que comprende políticas espaciales y representaciones sobre el espacio, relacionadas por el dominio, el control y la apropiación, y por la planificación, la ingeniería social y la construcción científica; y (b) un espacio práctico, en cambio, que comprende los espacios de representación, que incluyen simbolismos, codificados o no, y están unidos a lo clandestino y subterráneo de la vida social; es el espacio vivido, experimentado, usado. Esta vía nos permite articular estrategias y prácticas en sus sentidos histórico y geopolítico. Si el sujeto de voluntad y poder calcula y dispone el lugar, las relaciones y las estrategias del juego para lograr su objetivo en el tiempo, el sujeto que juega su táctica lo hace con sentido de oportunidad, de fagocitación (11) y de duración.
En conclusión, y parafrasenado a Bourdieu (1981: 45): toda acción estratégica instrumental es objetivamente una violencia en principio material e inmediatamente simbólica, en tanto guerra e imposición, por un poder arbitrario, de una arbitrariedad política y sociocultural. Pero, además, toda práctica cultural está producida por un sistema de disposiciones (habitus) constituido en la relación con condiciones estructurales (como equipamientos, por ejemplo), a la vez que un sistema de reconocimientos constituidos en la relación con determinadas interpelaciones; por lo que implica una inmersión/inversión sociocultural, como producto de una historia colectiva materializada en una sociedad situada. De allí que toda práctica cultural es portadora y a la vez es portada: en ella se expresa el delgado límite entre lo dicho y el decir.
1.3. LA CONFIGURACIÓN DEL CAMPO DE COMUNICACIÓN/EDUCACIÓN
Cuando nos referimos a la configuración del campo de Comunicación/Educación aludimos a un proceso histórico-social en el cual va tomando forma un «objeto» que, en principio, caracterizaremos como multifacético, complejo, problemático. Esa configuración, por lo demás, posee una «historia interna» vinculada con una «historia externa»; lo que quiere decir que determinados condicionantes provenientes de la «historia externa» del campo (políticos, sociales, culturales, económicos, educacionales, comunicacionales) van articulándose en su «historia interna». Y, esa articulación, muchas veces se produce bajo la forma de una tensión. Entonces, si la «historia externa» condiciona la internidad de los procesos comunicacionales/educativos y la configuración de ese campo, lo hace de maneras diversas (a veces contradictorias, otras sin límites demarcados y, otras más, ignorándose mutuamente la una a la otra). Por lo general, por esta vía es posible reconocer la articulación y tensión, en el interior del campo, entre acciones estratégicas y prácticas culturales; una articulación/tensión proveniente de demandas, interpelaciones, requerimientos externos para el campo (de carácter político, cultural, económico, etc.) que el campo encarna como propias. De modo que el campo, en su configuración, no puede comprenderse sin esa tensión y sin los alcances políticos, sociales, culturales, económicos que él mismo tiene.
Para Pierre Bourdieu, un campo es una estructura de relaciones objetivas, que posee propiedades específicas (cfr. Bourdieu, 1988). En un campo se pone en juego un capital que se torna simbólico en la medida en que es oficialmente reconocido (legalizado y legitimado) y que posee ciertos referentes (cfr. Bourdieu, 1990). Un campo es un ámbito de lucha; el capital cultural está distribuido inequitativamente entre los miembros de un campo. Quienes detentan el capital fundamentan en esa posesión el ejercicio de un poder simbólico. Por eso, el campo se define definiendo aquello que está en juego («enjeu»: como lo puesto en escena y como el objeto de la lucha). Quienes ejercen poder simbólico, se arrogan derecho a producir significados y a validar reglas de juego y el valor de un bien objeto de lucha (cfr. Bourdieu, 1991). Con la noción de campo nos referimos, además, a una institución, desde cierta matriz, de determinados sentidos con aspiración de cierto grado de clausura (12). La institución de un campo se vale de cierta clausura de sentidos proveniente de las tradiciones residuales en su articulación con el refuerzo de la clausura en un imaginario utópico regularmente cerrado al sueño.
Si nos referimos a la configuración del campo de Comunicación/Educación en una región periférica, como América Latina, sus particularidades hacen que debamos considerar uno de los problemas centrales del campo: la relación entre las acciones estratégicas y las prácticas culturales. A fin de reconocer esta problemática, en la Tesis se trabajará distinguiendo etapas en la configuración del campo que permiten describir cambios histórico-sociales de larga duración (cfr. Burke, 1994) y que adquieren sentido sólo en cuanto situadas geopolíticamente. Esto es, las etapas están construidas sobre criterios histórico-sociales y geopolíticos, dando cuenta de los grandes rastros de los movimientos externos en los procesos de configuración interna del campo.
Hemos distinguido tres grandes etapas en la configuración del campo de Comunicación/Educación que, sin embargo, no deben entenderse como períodos delimitados cronológicamente. Es posible, a partir de la identificación de la segunda etapa con el período que comprende desde 1960 hasta 1975, aproximadamente, ubicar los otros dos períodos en épocas determinadas. No obstante, debemos señalar que las tres etapas se relacionan, interjuegan y se conectan entre sí, de modo que pueden considerarse relativamente copresentes o articuladas, aunque en cada época sea posible situar rasgos significativos correspondientes a un período en particular. Esas etapas son:
· La etapa genealógica
En esta etapa nos encontramos con escenas, si se quiere, «prehistóricas» del campo. Sin embargo, es posible que hallemos en ellas una serie de luchas por el significado de la compleja relación educación-(política-cultura)-comunicación (13), pugnas de carácter «histórico» que hacen de esta una etapa rica en cuanto a la identificación de tradiciones residuales, cuyos rastros marcarán a fuego sentidos diferentes y/o contradictorios del campo de Comunicación/Educación.
En este sentido (siguiendo las propuestas de M. Foucault), mientras que la arqueología tiene por objeto las diferentes y sucesivas producciones de significados en los marcos de lucha por el poder, la genealogía tiene por objeto los estratos donde se observa la lucha por el significado.
Para distinguir esta etapa, con la idea de «genealógica» vamos a entender la generación de condiciones de posibilidad para el conocimiento de Comunicación/Educación, antes que éste se produjera y nominara como campo. Por lo que, en esta etapa, abordaremos las prácticas sociales y/o los discursos que se producen y las posibilitan, reconociendo los estratos (en cuanto órdenes de fuerzas) que van constituyendo dominios de saber y ciertos regímenes de verdad, a la vez que formando nuevos sujetos, nuevos objetos y nuevos saberes.
· La etapa fundacional
En esta etapa consideramos las escenas, los referentes, las prácticas sociales y los discursos que configuran los primeros significados explícitos de Comunicación/Educación y las propiedades específicas del mismo. Es la etapa en la que se evidencia la acumulación de un capital simbólico determinado y las primeras relaciones de fuerza y de lucha por el mismo y por su sentido cultural y político.
Se hace posible aquí visualizar los núcleos, e incluso los referentes, que detentan y pugnan por la distribución del capital en juego de manera inaugural para el campo, aunque en el proceso de trayectorias externas que explican los intereses puestos en juego.
Desde esta fundación es posible distinguir la polisemia y la dispersión (14) que contienen una pugna por el significado y el sentido de lo que está en juego. También reconocer quiénes (qué núcleos o referentes) se arrogan derecho a producir significados y a validar reglas de juego y el valor de un bien objeto de lucha. Finalmente, advertir qué residuos de las tradiciones genealógicas y de determinados horizontes utópicos se juegan en la producción de proyectos, prácticas y procesos concretos.
La etapa fundacional se caracteriza por una pugna por el sentido específicamente estratégico de Comunicación/Educación. Esto quiere decir que pueden distinguirse zonas, referentes y elementos en la fundación del campo, cada uno de ellos otorgando distintos significados a las acciones estratégicas (15).
· La etapa de desarrollo
A partir de los elementos nucleares fundantes, la etapa de desarrollo comprende las resignificaciones posibles de registrar tanto en las múltiples experiencias concretas en el campo, como en las diversas construcciones conceptuales y teóricas. También comprende las articulaciones de Comunicación/Educación con otros contextos teóricos, provenientes de otras disciplinas, así como con otras experiencias y procesos desarrollados en el campo sociocultural (por instituciones, organizaciones o grupos), lo que lo configura e identifica como un campo interdisciplinario y de efectiva proyección social.
En el proceso de desarrollo del campo también se rearticulan y se actualizan diversas tradiciones que operan como residuales, así como nuevos horizontes utópicos. Del proceso emergen dos cuestiones significativas:
1. La primera es la polisemia inherente a la misma denominación Comunicación/Educación, donde es posible comprender una serie de sintagmas (como por ejemplo: «Educación y Comunicación», «Pedagogía de la Comunicación», «Educación para la Comunicación», «Educación para los Medios», «Comunicación Educativa», «Recepción/lectura crítica de medios», «Tecnología Educativa», etc.). Comunicación/Educación comprende, así, un campo nombrado también con esas u otras posibles denominaciones que en su estructura hacen copresentes a las dos esferas (o alguno de sus aspectos claves) y que son representativas de la relación vincular y compleja entre la comunicación y la educación. Tales nombres cargan con distintos intereses, expectativas, prácticas o sentidos puestos en pugna por la posesión del poder simbólico y el derecho a la producción de significados, y representan la dispersión del sentido del campo en cuanto formación discursiva (16).
2. La segunda es la creciente producción de dos grandes representaciones (en cuanto anudamiento entre significante y significado) que adquieren hegemonía acerca de la vinculación Comunicación/Educación: una es la que sintetizamos con la denominación «educación para la comunicación», generalmente ligada al estatuto de la escolarización que actúa como tradición residual; la otra, «comunicación para la educación», ligada a un imaginario emergente que podemos llamar tecnoutópico (cfr. Huergo y Fernández, 2000 y Huergo, 2000). Ambas representaciones, por lo demás, han privilegiado las acciones estratégicas, fundamentadas en algún tipo de interpretación (que muchas veces ha sido importada), en desmedro de la memoria histórica basada en la articulación entre experiencias e interpretaciones colectivas, y sostenidas por un incremento de la performatividad pragmática.
En los últimos años, Comunicación/Educación se desarrolla también como campo académico en América Latina. Esto es, hay una serie de saberes, de representaciones y de prácticas que son enseñadas y que conforman un arbitrario cultural definido por los sectores que definen cuál es el capital simbólico desde un poder arbitrario. Tal enseñanza, en particular universitaria, contiene y presenta ciertos modelos de identificación (con la expectativa de producir reconocimientos subjetivos) y, en el mismo movimiento, excluye otros, de manera de influir sobre las prácticas sociales y profesionales específicas. De este modo, aspiran a fundar o legitimar su poder simbólico en la disputa por el campo.
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Notas:
(1) En este sentido, ha aparecido con frecuencia en los trabajos de analistas marxistas y neomarxistas, y de autores vinculados con el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de Birmingham (Gran Bretaña).
(2) Una aportación sobre la cuestión la realiza Slavoj Zizek, de la escuela lacaniana eslovena. Para explicar la realidad sociopolítica podemos encontrarnos con dos líneas de pensamiento: una, cuyos representantes son Foucault y Habermas, elabora una explicación desde plataformas extralingüísticas; otra, cuyos representantes son Lacan y Althusser, construyen una explicación desde las condiciones mismas del lenguaje como articulador de los sujetos y de las experiencias posibles (cfr. Zizek, 1992). De manera que la articulación no puede ser un proceso instalado y constituido, a la vez que constituyente, que exista por fuera del lenguaje, en un lugar o plataforma extralingüística, sino que es algo intrínseco a la relación lenguaje-sujeto, que opera en el juego entre interpelaciones y reconocimientos (aunque esos sean reconocimientos falsos).
(3) Un “contenido” no debe entenderse exclusivamente en su sentido escolar. Un “contenido” comprende cualquier elemento o momento (en el sentido de Laclau, cfr. Laclau y Mouffe, 1987: 119) de una cultura determinada, que siempre constituye un “arbitrario cultural” (cfr. Bourdieu, 1981).
(4) Si el término “general” lo tomamos de gignere, significa: el que engendra algo.
(5) Véase nuestro trabajo sobre este tema: Huergo y Centeno, 1995.
(6) En cuanto a los alcances y posibilidades de la acción, conviene traer el concepto de acción en el pensamiento de C. Castoriadis. Al presentar este autor a la lógica identitaria o de conjunto que fabrica la institución imaginaria de la sociedad, sostiene que esa lógica instala la posibilidad de coleccionar en un todo, en un conjunto (que es unidad idéntica consigo misma que contiene/retiene) las diferencias sociales de manera que quedan lógicamente eliminadas o indiferentes (cfr. Castoriadis, 1993, Vol. 2: 100 y 103). Esta lógica identitaria conjuntista es soberana sobre dos instituciones básicas: el legein (componente del lenguaje y la representación social) y el teukhein (componente de la acción social) (Ib.: 22). Lo que significa que, en esta línea de pensamiento, la acción en cuanto social es sólo instrumental.
Por otro lado, resulta de interés observar el desplazamiento de la acción por la actuación y la consecuente redefinición de los conceptos de sujeto y actor social. Esto nos lleva a repensar la noción de Marcuse sobre el principio de actuación (performance principle), que es la forma histórica dominante del "principio de la realidad" (Marcuse, 1981: 46). Con el avance y las nuevas formas socioeconómicas del capitalismo mundial, los controles adicionales están gobernados por el principio de actuación, que estructura a la sociedad de acuerdo con la performatividad económica. Así, se va constituyendo más un tipo de sujeto que indica un performer más que un transformer; un ejecutor eficaz más que un actor social.
(7) Esto también quiere decir que es posible distinguir, aunque nunca separar, entre las grandes estrategias geopolíticas y las pequeñas tácticas del hábitat (cfr. Foucault, 1980) en la articulación entre espacio cultural y poder, y entre la gran historia y las biografías particulares (en la articulación entre tiempo y poder).
(8) El tiempo que aquí llamamos producido es, por lo general, el tiempo identitario. Cabe aclarar que siempre las significaciones del tiempo identitario, de la fuerza de los hechos y de la microeconomía se inscriben en el esquema actividad/pasividad (cfr. Castoriadis, 1992, Vol. 2: 272).
(9) Antes que la imagen de un «lugar-en-el-pasado», que instaura la práctica centrada en la creencia y el mito religioso (cfr. Mesters, 1990). En rigor, el discurso profético, por ejemplo (aunque también algunos discursos sapienciales) interpela a una confrontación entre ese «lugar-en-el-pasado» y las experiencias presentes, para reconstruir ese lugar en el futuro. Aunque la imagen y el fantasma del futuro domina las representaciones modernas, también es conocida la crítica epistemológica de Paul Feyerabend acerca de la mitología, la creencia y la religión más agresiva y dogmática producida por la ciencia moderna (cfr. Feyerabend, 1992: 289-ss.).
(10) Para distinguir esos sentidos, consideramos básicamente las aportaciones de H. Léfebvre (1991). También, las consideraciones de S. Perdoni (2000).
(11) La noción de fagocitación, tomada de R. Kusch, permite percibir el juego de articulaciones y apropiaciones experimentadas desde la debilidad del que ha sido “dispuesto” y “producido” por el fuerte o poderoso. Kusch, para esto, distingue una doble tensión en las prácticas culturales latinoamericanas, producida por la creación de un mito, el de la “pulcritud”, que viene a remediar el “hedor” de los sectores populares. En este sentido, pulcritud y hedor son imágenes del espacio-tiempo en tensión de Latinoamérica (cfr. Kusch, 1986).
(12) Cornelius Castoriadis se refiere a la lógica identitaria conjuntista, basada sobre la posibilidad de nombrar (legein) otorgando identidad a lo diferente o buscando la posibilidad de anudar un significante a un significado. La lógica identitaria conjuntista intenta determinar y cristalizar significados, donde el magma imaginario sigue un orden de multiplicidad e indeterminación (cfr. Castoriadis, 1993: vol. 2).
(13) El paréntesis colocado en “política-cultura” indica la zona de articulación, es decir, el espacio de mediación entre educación y comunicación.
(14) El término “dispersión” está utilizado en el sentido de M. Foucault (1991).
(15) Aunque, por lo general, es posible sostener que la disputa estratégica está configurada por el sentido de un problema continental: el del analfabetismo.
(16) Sobre algunos “nombres” que representan la dispersión del sentido, en tanto modos de comprender la relación entre Comunicación y Educación, véase Huergo, 1998 y Huergo y Fernández, 2000.