16 diciembre 2005

8/ Lo educativo y la cultura en los discursos de la «comunicación educativa» intersubjetiva

Además del pensamiento de Paulo Freire, frente al difusionismo desarrollista y la ideología de la modernización, la respuesta crítica latinoamericana no se hizo esperar. En 1963 surge en Venezuela uno de los primeros centros de ruptura con la sociología empírica norteamericana, por la vía de la teoría crítica de los medios. Entre los críticos venezolanos, cabe mencionar al más destacado: Antonio Pasquali, quien -desde su adhesión a corrientes filosóficas existencialistas y críticas- influirá en el pensamiento de Paulo Freire (Pasquali, 1963). Pronto surgirán otros polos críticos, como los de Argentina (Schmucler, 1974) y Chile (Mattelart, A. y M. y Piccini, 1970). Por esa época también desarrolla su ruptura con la sociología funcionalista el boliviano Luis Ramiro Beltrán, que culminará con una fuerte crítica al sistema de comunicación masivo vinculado con la dependencia (Beltrán y Fox, 1980). La teoría difusionista, en particular, fue cuestionada fuertemente por especialistas en comunicación rural, como L. R. Beltrán y Juan Díaz Bordenave, debido a su soslayo del problema del poder en América Latina (Beltrán, 1976; Díaz Bordenave, 1976a). La misma UNESCO va a adquirir otro papel en décadas siguientes, condenada por el Senado norteamericano debido a su politización, al plantear el problema de los desequilibrios en los flujos comunicacionales en un famoso documento de 1980 (MacBride, 1980), que a la vez continúa la idea surgida de los Países No Alineados de crear un «nuevo orden mundial de la información y la comunicación» (NOMIC), como respuesta a la necesidad de descolonizar la información; concepto, el de «nuevo orden mundial», cooptado en esa misma década por la narrativa neoliberal de la globalización (1). Pero quizás la respuesta de ruptura más profunda frente a la ideología de la modernización y el difusionismo, surgida acaso desde el seno mismo del desarrollismo, la representó la práctica y el pensamiento del brasileño Paulo Freire (Freire, 1970; 1973); en especial porque sitúa el problema en la contradicción opresores/oprimidos y porque se refiere a la difusión de innovaciones como «extensión» que, lejos de alentar la comunicación, ofrece un mecanismo de «invasión cultural».

El propósito de este capítulo es presentar algunas perspectivas y discursos que haremos convivir en un espacio que denominaremos «comunicación educativa» o «comunicación educativa» intersubjetiva. En este espacio es posible situar una serie de elementos discursivos dispares, a veces contradictorios, que se han producido desde diferentes lugares y, a menudo, se han articulado con experiencias realizadas en torno a organizaciones sociales, a estrategias de educación y comunicación popular, educación de adultos, educación permanente y a distancia, etc. Esas mismas experiencias, por lo demás, conforman un verdadero núcleo fundacional del campo de Comunicación/Educación en América Latina; ignorarlo sería soslayar un aspecto distintivo y significativo del campo en nuestro continente (2).

8.1. LAS TRANSFORMACIONES CULTURALES Y LA PEDAGOGÍA DE LA COMUNICACIÓN

Francisco Gutiérrez Pérez va a considerar, como un proceso insoslayable, a las transformaciones culturales vividas en la actualidad, pero no sólo en su aspecto objetivo, sino en las articulaciones subjetivas que ellas producen, porque de hecho, en su discurso, lo que interesa es resaltar los desafíos presentados a la educación por la comunicación masiva y, de allí, establecer relaciones entre comunicación y educación.

De modo similar a quienes sostienen un efecto enajenante de los medios, Gutiérrez caracteriza a la sociedad de los medios como un entorno cultural de saturación indiscriminada y no digerida de informaciones, un contexto crecientemente a-histórico, donde

«La percepción del mundo que nos llega gracias a los medios de comunicación masiva no corresponde a lo que es el mundo» (Gutiérrez, 1975: 27).

Y esto, probablemente se deba a una saturación de mensajes que anestesian en el hombre la admiración, produciendo una especie de «polución cultural» (cfr. Gutiérrez, 1975: 31). La consecuencia, para el autor, es una creciente incomunicación entre el hombre y los otros en un mundo de «comunicación» electrónica, universal e instantánea (cfr. Gutiérrez, 1975: 28). Cabe observar, dicho sea de paso, que cuando Gutiérrez habla de «incomunicación» no percibe la posibilidad de explorar nuevos modos de comunicación más allá de la posibilidad del circuito emisor-receptor, por un lado, y anuda la comunicación con una relación intersubjetiva cara-a-cara, en desmedro de prácticas y proceso comunicacionales comprensibles en la cultura, por el otro. En este sentido, emerge una sugestiva concepción informacional o transmisiva que subyace en sus afirmaciones: la existencia de «comunicación» se juega en la capacidad de transmitir mensajes que, además, puedan ser potencialmente «educativos». Tal concepción (criticada por el autor) es deudora y fruto, acaso, de cierto «pánico moral» hacia los medios de comunicación de masas (3). Sin embargo, en el propio discurso de Gutiérrez, por momentos parece haber un desplazamiento hacia concepciones más complejas de los fenómenos culturales y comunicacionales.

Gutiérrez habla de la cultura de masas como un hecho social. En cuanto tal, la cultura de masas es transclasista y transcultural:

«Todas las capas sociales reciben los mismos productos culturales (que) están a la disposición de todos sin distinción de clases sociales ni de niveles culturales» (Gutiérrez, 1973: 30-31) (4).

El nuevo entorno cultural que presenta Gutiérrez está organizado por la tecnificación de las imágenes, donde el lenguaje de las imágenes es un lenguaje universal y eterno (cfr. Gutiérrez, 1973: 27). Esto quiere decir que, al fin, se cumpliría el sueño de una comunicación transparente, sin barreras idiomáticas, étnicas, clasistas, nacionales, en fin: particulares; lo cual es, en definitiva, lo que posibilita la globalización en su sentido totalizador y pluralista, como articulación armoniosa de la universalidad de las expresiones particulares.

El autor percibe la articulación entre las dos dimensiones de las transformaciones culturales: la dimensión objetiva y la dimensión subjetiva.

«La civilización moderna con sus medios técnicos de transporte (trenes, automóvil, avión), sus medios de comunicación (prensa, radio, cine, TV), en fin, con sus medios mecánicos y hasta electrónicos de interrelación está ofreciendo al hombre nuevas formas de percibir, de intuir, sentir y pensar. (...) El cambio de percepción implica el cambio de mentalidad» (Gutiérrez, 1973: 41).

Pero los medios también

«contribuyen más bien a mantener los intereses de la estructura de dominación interna y externa» (Gutiérrez, 1973: 63).

Esto quiere decir que Gutiérrez está observando la capacidad de los nuevos equipamientos culturales en cuanto a la producción de disposiciones subjetivas (cfr. Gutiérrez, 1975: 141), sino también la articulación de esa relación con el reforzamiento de la dominación.

Uno de los rasgos decisivos de las transformaciones culturales en su dimensión subjetiva, es la captación prefigurativa del futuro, aún desconocido, por parte de los jóvenes (cfr. Gutiérrez, 1975: 17-18) (5). Sostener la idea de ruptura generacional como rasgo distintivo de las transformaciones culturales, lleva inmediatamente a poner en cuestión cualquier referente fijo y absoluto en las prácticas y procesos educativos. Por lo tanto, lleva a asumir el carácter relacional y relativo del sujeto educador, a la vez que su contingencia: los referentes educativos son concebidos como variables, cambiantes y relativos a cada relación educativa (cfr. Buenfil Burgos, 1993: 15-16). En el ambiente de la cultura prefigurativa, el sujeto educador concebido de manera fija e invariable, lógicamente experimenta la extrañeza, la inadecuación y el repudio al nuevo entorno cultural producido, sin embargo, por las «generaciones adultas» (cfr. Gutiérrez, 1975: 24-25). Nuevamente es Margaret Mead la que alienta las reflexiones de Gutiérrez sobre la variabilidad del referente educativo y la imposibilidad de ligarlo de manera necesaria con una generación:

«Si queremos mejorar la presencia del hombre en este ‘mundo nuevo’, no son los jóvenes los que tienen que cambiar sino más bien nosotros los adultos» (Gutiérrez, 1975: 25).

Gutiérrez, sin embargo, presenta sus dudas sobre los alcances de la lectura en este nuevo entorno cultural. Teniendo en cuenta que hay una doble cara de la realidad (6), existe una cara que nos es permitido leer y otra cara, que nos permanece oculta, que no sabemos cómo leerla (cfr. Gutiérrez, 1975: 37). Lo que, en definitiva, observa Gutiérrez es uno de los rasgos constitutivos de la nueva situación (7); ese rasgo es el doble discurso, donde los significados están forzados por una representación hegemónica hacia los países periféricos en la que mecanismos de poder y exterminio (como el napalm) son camuflados o enmascarados por las nuevas razones «universales» de productividad, planificación y cohesión nacional (8) (cfr. Gutiérrez, 1975: 39). En este entorno, por otro lado, Gutiérrez resalta el carácter estratégico de las comunicaciones: la televisión produce constantemente interpelaciones que avalan el enmascaramiento de una cara de la realidad, por lo que se constituye en el arma de producción simbólica más importante, que emite sin cesar mensajes legitimadores de las armas materiales (cfr. Gutiérrez, 1975: 39).

En el contexto de otro de los discursos de la «comunicación educativa» intersubjetiva, el de Mario Kaplún, es posible encontrar una noción acerca de lo educativo que está formulada en relación con las transformaciones en los entornos culturales producidos por los medios de comunicación. Kaplún precisamente se pregunta ¿qué es lo educativo? Si bien su respuesta está elaborada considerando la distinción entre educación formal, no formal e informal, se responde:

«Cuando la educación -y en ello coinciden tanto la formal cuanto la no formal- intentan definirlo, esto es, distinguir el acto educativo de otras acciones cualesquiera, privilegia siempre el dato de la intencionalidad explícita. Sitúa a un educador (o a una institución) que tiene el propósito definido de educar y así lo explicita y a unos educandos que, a su vez, aceptan la oferta -la que coincide con sus propias demandas- y recepcionan el mensaje (vale decir, acuden a la escuela o al centro de instrucción, escuchan el programa de enseñanza por radio) con el fin expreso y compartido de adquirir determinados conocimientos y bienes culturales» (Kaplún, 1992a: 68).

Existen en esta definición dos elementos claves. En primer lugar, una interpelación intencional y explícita de «educar», por un lado, y un reconocimiento (expresado en términos de aceptación), por el otro. En segundo lugar, una reducción de los términos amplios de interpelación y reconocimiento en el juego (económico) entre oferta y demanda. Si bien resulta significativo el avance de Kaplún sobre otros ámbitos educadores (interpeladores), no logra salirse del contexto discursivo económico desplegado a partir del desarrollismo (9). Más adelante, sin embargo, amplía el carácter educativo vinculándolo a la totalidad de los espacios sociales, cuando se refiere a la educación informal, a la que define como

«la suma de todos los estímulos sociales, entre los cuales los mensajes de los medios ocupan hoy sin duda un lugar central» (Kaplún, 1992a: 69).

Interesa resaltar que Francisco Gutiérrez sostiene dos cuestiones claves, que poseen una significación relevante para nuestro trabajo:

1. La cultura no se enseña (cfr. Gutiérrez, 1975: 15).
Adelantándonos, podríamos afirmar que la cultura deviene educativa en la medida en que, a través de sucesivas y diferentes interpelaciones, provoca o se articula con reconocimientos o no reconocimientos y con identificaciones subjetivas; y que esto, según nuestro autor, no se «enseña» en un sentido clásico del término.

2. La cultura no es algo acabado, cosificado o muerto (Gutiérrez, 1975: 16).
Las concepciones de cultura que tienden a clausurar su sentido y a hipostasiar la cultura, quedando, de paso, atrapadas en un pasado estático (puro, esencial o sustancial), han generado una idea de educación como juego de producto/consumo (donde el proceso de producción queda soslayado) y una ilusión de cuantificación y medición de la cultura asimilada por cada persona.

Estas dos cuestiones claves, planteadas en el inicio de Pedagogía de la comunicación, revelan la necesidad de provocar y recrear lo educativo en los diferentes ámbitos de la cultura y la vida social que, en principio, no tienen necesariamente por objetivo educar.

«Si los medios de comunicación, la familia, la política y las demás instituciones están abocadas exclusivamente al desarrollo económico y tecnológico, la educación en su sentido más pleno no tiene la más mínima posibilidad de salir adelante. Lo único que le queda al sistema educativo es fabricar buenos productores y consumidores» (Gutiérrez, 1975: 14).

En efecto, la educación está siendo desafiada por los medios de comunicación, sus contenidos y sus formas (cfr. Gutiérrez, 1973: 19), así como por una cultura de masas donde la imagen se presenta como encarnación del objeto, debido a su poder de representación (cfr. Gutiérrez, 1973: 24). En este contexto, la escuela sufre una profunda crisis como agencia educativa: se debate entre la conservación de una serie de prácticas informativas y transmisoras de conocimientos, y unas nuevas prácticas que alienten y acepten el desafío frente a un mundo excesivamente «culturizado» (tal el término utilizado por el autor), pero cada vez menos humano. Si la cultura escritural, articulada con las prácticas educativas escolares o escolarizantes, producía procesos de conocimiento centrados en un saber o un conjunto de saberes «superiores» y, de paso, la fijación de la referencialidad en el educador como sujeto poseedor de un mundo cerrado de saber,

«la inmediatez de las imágenes como representación del mundo y de los seres es lo que produce un choque directo a la afectividad y sensibilidad del consumidor de imágenes» (Gutiérrez, 1973: 25).

El reconocimiento de que las transformaciones culturales no sólo producen (en cuanto equipamientos culturales) novedosas disposiciones en los sujetos, sino también interpelan a los sujetos desde la sensibilidad, posibilitando nuevas formas de reconocimiento e identificación, tiene, al menos, tres consecuencias críticas en la relación entre educación y cultura:

1. La crucial disyuntiva para el educador, entre una actitud de repliegue y conservación y otra de apertura y desafío; esto, habida cuenta del reconocimiento del carácter relacional de la práctica educativa donde, como sostenía Antonio Gramsci, “el intelectual sabe pero no siente, las masas sienten pero no saben” o, en términos freireanos, el educador también es educado y el educando es educador.

2. El desarreglo producido en el control y disciplinamiento como dispositivos organizadores de la vida escolar, debido al poder indisciplinado de la imagen, por un lado, y a la imposibilidad de ejercicio de control por parte de la didáctica tradicional: las percepciones y la afectividad de la cultura de la imagen escapan al control de los métodos de enseñanza y aprendizaje (cfr. Gutiérrez, 1973: 26).

3. El desajuste e inadecuación de la escuela como agencia educativa central, portadora del discurso educativo hegemónico; porque la escuela sigue creando en el educando disposiciones mentales que entran en contradicción con las situaciones mentales creadas por su contacto con la vida (cfr. Gutiérrez, 1973: 43). Desajuste e inadecuación que provoca el resurgimiento de un discurso pedagógico que articula la educación con la vida.

Desde estas consideraciones Gutiérrez construye su pedagogía de la comunicación. El sentido de la misma está, según sostiene Gutiérrez, en el adagio de Karl Marx: “Si el hombre es formado por las circunstancias, las circunstancias deben volverse humanas” (Gutiérrez, 1973: 31); lo que implica el reconocimiento del nuevo entorno cultural como formador de sujetos y, a la vez, la capacidad transformadora de la intervención educativa. La pedagogía de la comunicación, entonces, se resuelve en tres cuestiones nodales:

1. Un reconocimiento: el de la existencia de una «escuela paralela» de la sociedad de consumo; una escuela mucho más vertical, alienadora y masificante que la escuela tradicional (cfr. Gutiérrez, 1973: 48).

2. Un proyecto: el que articula al diálogo con la participación, haciendo de la escuela un centro de comunicación dialógica y convirtiendo a los medios de comunicación en una escuela participada (cfr. Gutiérrez, 1973: 49). El diálogo y la participación, en el contexto de este discurso, tienen relación con una idea de «receptor activo» atribuida a los jóvenes, que quieren ser forjadores de su propia historia y no meros espectadores o consumidores (cfr. Gutiérrez, 1973: 74), y con la formación de ciudadanos críticos para la nueva sociedad (cfr. Gutiérrez, 1973: 81).

3. Una política: la que se construye contra la monopolización de la escuela en la formación de sujetos, aún cuando ésta se presente bajo las formas de una «comunidad educativa» -lo cual es un elemento de autoengaño, ya que tiene por objeto último escolarizar la comunidad (cfr. Gutiérrez, 1975: 115). La gestión educativa no debe pertenecer a la escuela sino a la comunidad, porque en el nuevo entorno cultural crece la relevancia de otros centros de acción educativa, de otros agentes sociales educativos: fábricas, gabinetes de trabajo, talleres, bibliotecas, iglesias, centros profesionales, centros juveniles, etc. (cfr. Gutiérrez, 1975: 116); debe devolverse a la comunidad su referencia y su carácter educativos.

8.2. LA COMUNICACIÓN Y LA EDUCACIÓN COMO PROCESOS: INTERSUBJETIVIDAD Y PARTICIPACIÓN

Un elemento común en el discurso de la «comunicación educativa», y que más ha ejercido influencias en diversas experiencias y estrategias de comunicación/educación no escolarizada, es la comunicación intersubjetiva centrada en la palabra, que se concreta, en gran medida, a través de estrategias de participación y de interacción grupal.

Los campos de la comunicación y de la educación por separado han construido representaciones sobre el otro campo que resultan obturadoras: muchos educadores ven a la comunicación como un instrumento o una técnica, mientras que muchos comunicadores perciben a la educación como una actividad normativa y escasamente creativa. De lo que se trata no es de negar o aplanar las especialidades, sino de romper las barreras (muchas veces prejuiciosas) que impiden la construcción interdisciplinaria. Mario Kaplún ha aportado una perspectiva para reconocer en las experiencias las relaciones ya establecidas entre comunicación y educación. Su propuesta, presentada como desafío, es hacer explícitas y analizar las concepciones educativas que subyacen a las prácticas comunicacionales, a la vez que las concepciones comunicacionales que operan en las prácticas educativas (cfr. Kaplún, 1996: 17-19). De allí que distinga tres «modelos» en la relación comunicación/educación (10):

1. Los dos primeros son exógenos o planteados desde fuera del destinatario. El primero se corresponde con una educación que pone énfasis en los contenidos y una comunicación entendida como transmisión de información de un emisor a un receptor (cfr. Kaplún, 1996: 20-28); el segundo, una educación que pone énfasis en los efectos y una comunicación entendida como persuasión, en el contexto de una ingeniería del comportamiento centrada en estrategias de difusión para el cambio de conductas (cfr. Kaplún, 1996: 29-48).

2. El tercer modelo es endógeno porque parte del destinatario, considerado sujeto y no objeto. El énfasis educativo en este modelo está puesto en los procesos de transformación de las personas y las comunidades, preocupándose por la interacción dialéctica entre las personas y su realidad (cfr. Kaplún, 1996: 19). Como se verá enseguida, el modelo está centrado en la comunicación intersubjetiva y la participación (cfr. Kaplún, 1996: 49-60) (11).

Indudablemente, cuando se trata de comunicación intersubjetiva, el centramiento está puesto en la palabra. No en vano, el texto de Daniel Prieto Castillo, Educación y comunicación (1983a) comienza y gira alrededor de la educación a través de la palabra, donde es posible distinguir que «lo comunicacional», en esta relación, tiene que ver precisamente con la expresión de la palabra (cfr. Prieto Castillo, 1983a: 25-ss.). La palabra, sin embargo, está ligada con la retórica, cuyo objeto es la persuasión, y que se concreta en dos vertientes: la verborrea (sobreabundancia de palabras y frases hechas) y el verbalismo (uso de la palabra como sustituto de la experiencia), por un lado y, por el otro, el tecnicismo (la palabra inaccesible y vacía de contenido) y el teoricismo (la palabra descontextualizada). Frente a esto, Prieto apuesta a la recuperación del pleno sentido de la palabra y la participación (cfr. Prieto Castillo, 1983a: 32); recuperación que no es mera expresión de la voz para balbucear, sino expresión de la palabra para

«poder utilizarla con la suficiente coherencia como para poder hablar de uno mismo y de la propia situación social» (Prieto Castillo, 1983a: 38) (12).

Y, por otro lado, también frente al uso retórico de la palabra, Prieto propone la máxima de Simón Rodríguez: “Hablar a cada uno en su lenguaje es la táctica de la palabra” (Prieto Castillo, 1984). Lo que implica que la palabra, en la comunicación intersubjetiva, reconoce y parte del lenguaje propio del interlocutor.

Sin embargo, la «comunicación expresiva» va más allá de las palabras en un sentido estricto, para generar las posibilidades reales de expresión/pronunciamiento de la realidad por los sujetos: es en la práctica de ese pronunciamiento donde se refleja la comunicación expresiva (cfr. Prieto Castillo y Gutiérrez, 1991: 46).

Para el discurso de la «comunicación educativa» intersubjetiva las palabras son instrumentos del pensamiento: la incorporación terminológica determina la capacidad y el enriquecimiento del análisis de la realidad (cfr. Kaplún, 1996: 160). Esto se debe a la percepción de una «cultura del silencio» que, al recuperar y pronunciar la palabra, se quiebra, de modo que los sujetos comienzan a dejar de ser «receptores pasivos» (cfr. Kaplún, 1996: 184). En conclusión, la palabra no debe ser menospreciada, ya que ella es

«el instrumento más rico y complejo que poseemos de manera natural y espontánea para comunicarnos» (Kaplún, 1996: 141).

La utilización en el contexto de este discurso de conceptos como «palabra», «comunicación expresiva», «diálogo» o, incluso, «código común» (cfr. Kaplún, 1996: 150), deriva de las concepciones pedagógicas de Freire y de las concepciones comunicacionales de Antonio Pasquali. Este último afirma:

«Sólo hay sociedad o estar-uno-con-otro donde hay un con-saber, y sólo hay con-saber donde existen formas de comunicación (...) Comunicación entendida así es, pues, un término privativo de las relaciones dialógicas interhumanas» (Pasquali, 1963: 42).

Si fuera así, debemos comprender estos elementos del discurso en una concepción más amplia que diferencia de manera excluyente comunicación e información. De otro modo, los conceptos mencionados estarían construidos desde una visión ingenua del lenguaje, la palabra y los códigos, ya que en todos los casos la expresión lingüística carga con significaciones producidas y legitimadas por los sectores hegemónicos, aún cuando sean «dichas» por los sectores subalternos (cuestión que más adelante, como veremos, reconoce Kaplún). No sólo debe resaltarse el carácter de «naturalizados» de los códigos, lenguajes y palabras producidos por el emisor en la comunicación masiva, sino también la naturalización de los mismos en la apropiación y el uso cotidiano (13). El lenguaje, en efecto, no es un medio del que usamos sino, antes bien, en él y desde él producimos sentidos; somos, de algún modo, usados por el lenguaje, no sólo como tejido que permite interpretar la experiencia, sino también como plataforma desde la que nos es posible la experiencia.

Para Kaplún, la comunicación/educación popular, democrática y eficaz debe

«estar al servicio de un proceso educativo liberador y transformador, estrechamente vinculada a la organización popular y ha de ser una auténtica comunicación que tenga como metas el diálogo y la participación» (Kaplún, 1996: 85).

Por lo que debemos comprender los términos mencionados (diálogo, palabra, comunicación expresiva, código, etc.) desde este proyecto; es clave resaltar que el discurso de la «comunicación educativa» está siendo elaborado a la par de un proyecto educativo y comunicacional, con sentido político. De allí que el mismo Kaplún distinga entre una comunicación dominadora, que concibe a la sociedad como poder, y una comunicación democrática, que concibe a la sociedad como comunidad democrática. Pero esto mismo implica dos cuestiones críticas: o esta perspectiva es idealista al instalar la posibilidad (ideal o meramente racional) de una «comunidad democrática» (que, en los términos de Kaplún, es aún inexistente), o en el propósito de este proyecto popular y democrático (como afirma Kaplún) las estrategias soslayan el problema del poder, por ser propio de la otra sociedad a la que se denuncia y se debe abandonar (14).

A Kaplún se le hace sumamente difícil concebir las articulaciones entre sociedad, cultura y poder. No alcanza a percibir los modos en que trabaja la hegemonía y en que, consecuentemente, es posible plantear acciones contrahegemónicas como modos de ejercicio del poder. Para Kaplún, el poder está vinculado con la fuerza, la coerción, la represión; el poder se mantiene por la fuerza, es algo que se posee y que se acumula. La misma noción de «poder» como algo que se tiene y se acumula, contribuye a sostener la impotencia del dominado y la efectividad de una comunicación dominadora que, además, no es comunicación auténtica. Lo que no percibe Kaplún es que la hegemonía mantiene el poder no por la fuerza sino por consentimiento; una formación hegemónica y, también, una acción contrahegemónica reconocen que el poder no puede acumularse, por eso necesitan producir incesantemente interpelaciones y procesos de legitimación. Kaplún, en cambio, no considera al poder como un modo de interacción y de relación social; para él, el poder está localizado (de allí que ponga énfasis en los códigos y los mensajes) y está ubicado del otro lado de una «frontera» discursiva imaginaria, lo que contribuye a construir una bipolaridad u oposición binaria (generadora de sentidos ideológicos), donde habría una equivalencia (del todo imposible desde el punto de vista concreto y material) entre «comunicación», «democracia» y «ausencia de poder», que funciona como estatuto en el discurso de la comunicación educativa. Lo que, en definitiva, Kaplún construye conceptualmente, cuestión compartida por otros autores de la comunicación educativa intersubjetiva, es al poder como objeto de «pánico moral» y las acciones relacionadas con él como «desviadas» o «anómalas». Precisamente debido a esta perspectiva es que Kaplún adopta una concepción de comunicación incontaminada y armoniosa, transparente en la medida en que es construida en relaciones intersubjetivas ideales; separada de las condiciones sociales y culturales concretas donde se producen las relaciones; condiciones y relaciones conflictivas, atravesadas por diversas redes y modos de ejercicio del poder (15).

Respecto al sujeto de comunicación/educación, Gutiérrez sostiene la necesidad de abandonar el estatuto de un simple receptor-espectador, por tanto pasivo, y hablar de «perceptor» y creador, agente activo de su propia autorrealización (cfr. Gutiérrez, 1975: 134-135), es decir: alguien que crea mensajes (cfr. Gutiérrez, 1975: 126) -noción compartida por Prieto (por ejemplo, Prieto Castillo y Gutiérrez, 1991). Mario Kaplún, entretanto, retoma como matriz de la comunicación educativa a la pedagogía popular de Célestin Freinet, donde el sujeto de educación/comunicación es un sujeto de expresión, activo y articulado con su contexto social y comunitario (cfr. Kaplún, 1992a: 26) (16). En este sentido, se manifiesta contra la comunicación «cerrada» (cfr. Kaplún, 1996: 115-116), fijada de una vez para siempre, naturalizada y absoluta, encarnada en el «puro emisor»; comunicación monológica que soslaya al interlocutor. Para Kaplún,

«La verdadera comunicación no comienza hablando sino escuchando. La principal condición del buen comunicador es saber escuchar» (Kaplún, 1996: 119).

Porque esta visión sostiene que la comunicación educativa (o la educación comunicativa, como dice Kaplún) subraya que el sujeto de comunicación/educación es un receptor constructor de sentidos, que actúa sobre cualquier objeto o material (17).

La apuesta a la capacidad transformadora del sujeto (en especial el sujeto popular), a la superación del sentimiento aprendido de inferioridad, a la recuperación de su palabra, su autoestima y su confianza en sus capacidades creativas (cfr. Kaplún, 1996: 54), lleva a que las estrategias de la comunicación educativa intersubjetiva se centren en la participación. Frente a la «participación» interpelada por la comunicación masiva, como modelo de comprensión en el cual la afectividad se impone de manera decisiva a la intelectualidad (cfr. Gutiérrez, 1973: 26), el sujeto de comunicación/educación, a través de la participación,

«tiene que tener posibilidades para convertirse en autor-creador de su propia expresión. Tiene que saber y poder decir su palabra» (Gutiérrez, 1975: 127). «... la comunicación participativa logra instaurar formas y modos de comunicación destinados a promover e intensificar el diálogo, recrear las relaciones y resignificar los contenidos» (Prieto Castillo y Gutiérrez, 1991: 45). [El modelo de la comunicación educativa intersubjetiva] «se basa en la participación activa del sujeto en el proceso educativo; y forma para la participación en la sociedad» (Kaplún, 1996: 53).

Es posible observar en el desarrollo precedente sobre el sujeto de la comunicación/educación, una confusión característica de esta formación discursiva. Por un lado, confusión en tanto se fusiona o se anuda (con-fusión) «emisión de mensajes» con «actividad» y, por tanto, su contracara: «no emisión de mensajes» con «pasividad». Por otro lado, confusión en cuanto resulta confuso hasta dónde la expresión/participación de los sujetos significa «pronunciar la palabra y transformar el mundo». En primer lugar, es posible observar un peligro en la primera confusión en el sentido de que se puede estar reduciendo la acción a una mera actuación: una forma de presentación relativamente pública, de acuerdo con ciertos parámetros preestablecidos, que no necesariamente tiene por objeto producir alguna modificación o transformación de la «realidad concreta» (el mundo), sino sólo modificaciones o transformaciones en el nivel del escenario o de la escena. En segundo lugar, estas concepciones (confusas) suelen centrar su expectativa en la capacidad de los sujetos individuales o grupales para la transformación de esa realidad o mundo, sin estimar dialécticamente la movilización necesaria de las condiciones objetivas de esa transformación. En tercer lugar, parece ser que en la comunicación educativa intersubjetiva el propósito está en «activar la comunicación»; pero tal activación no puede reducirse sólo a producir y transmitir mensajes; todas las relaciones socioculturales, en su complejidad y procesualidad, poseen una dimensión comunicativa y, por tanto, activan la comunicación. Tal reducción y tal anudamiento (con-fusión) no hace más que reforzar la concepción transmisiva e informacional de la comunicación, que se critica. Por lo demás, vale recordarlo, todos los análisis de los procesos comunicacionales-educativos que operan a través de categorías binarias tienden a autojustificarse por medio de estatutos, que operan reduciendo y aplanando la complejidad de lo sociocultural.

Un problema que ha sido objeto de debate en el campo de la comunicación educativa intersubjetiva, es el de la participación de los sectores populares en la producción mediática (cfr. Prieto Castillo, 1983a: 187; Kaplún, 1989: 49-ss.), ya que en ella los sectores populares suelen reflejar su nivel de conciencia ingenua, los valores de la ideología dominante internalizada y reproducir los modelos de los medios masivos (estructurando los mensajes, de ese modo, de manera vertical). Con todo, la participación ha estado centrada y vinculada especialmente con el autoaprendizaje y con el proceso grupal. Si la participación permite un distanciamiento del autoritarismo, debe precaverse del «espontaneísmo irresponsable» (cfr. Kaplún, 1992a: 32), porque -como sostenía Freire- conocer no es adivinar. Esto quiere decir que, en primer lugar, la participación está ligada con los procesos de conocimiento y, en segundo lugar, la participación no indulta al educador/comunicador de su rol de orientador y guía del autoaprendizaje.

La ligazón entre participación y autoaprendizaje, para Kaplún, queda expresada en la idea de que «conocer es comunicar», cosa que queda corroborada en la experiencia del casete-foro (véase Kaplún, 1985), donde los grupos participantes, al grabar su palabra, crecían en raciocinio, análisis y síntesis, experimentando un salto cualitativo en cuanto al proceso de conocimiento. Para Kaplún, aprender y comunicar son componentes de un mismo proceso cognitivo; componentes simultáneos que se penetran y se necesitan recíprocamente (cfr. Kaplún, 1992a: 37). Autoaprendizaje, entonces, quiere decir «co-educación inter-pares», donde la educación no es ni depositar ni adivinar, sino que se define a partir del modelo dialógico.

El grupo es la célula básica del aprendizaje por ser el primer ámbito de comunicación e interacción. La comunicación educativa necesita ser de dimensión grupal (cfr. Kaplún, 1992a: 38). Kaplún entiende al grupo como algo diferente a la mera situación de proximidad física: lo grupal se caracteriza por la capacidad autogestionaria (cfr. Kaplún, 1992a: 39).

«Un grupo de aprendizaje es una escuela práctica de cooperación y solidaridad» (Kaplún, 1992a: 40).

El referente educativo deja de ser el educador, al menos de manera absoluta y necesaria; su referencialidad es más débil, relativa en tanto constituida en la relación educativa y contingente. El educador estimula, facilita procesos de búsqueda y problematización, pregunta y escucha, aporta información. La referencia educativa se desplaza al sujeto educando, pero entendido grupalmente: el grupo educando (cfr. Kaplún, 1996: 54). Pero si bien el grupo puede ser autosuficiente y es el peldaño necesario en la construcción de una educación cooperativa y solidaria, no es su meta última. Kaplún advierte sobre los peligros del particularismo «puro» y atomizador; recurre nuevamente a la matriz Freinet: los grupos aislados permanecen incomunicados y confinados a una visión localista del mundo; la ampliación de los conocimientos, la expresión, la energía y la visión del mundo se logra con la comunicación intergrupal (cfr. Kaplún, 1992a: 42).

No hay acuerdo entre los autores del discurso de la comunicación educativa (y a veces tampoco existe una aclaración o delimitación conceptual) acerca del sujeto de comunicación en el proceso educativo; ya que, por ejemplo, Prieto generalmente lo denomina «destinatario» (o «perceptor», como también lo hace Gutiérrez), mientras que Kaplún lo llama «interlocutor». Más allá del silencio conceptual en algunos casos (donde no se explica el significado de esos significantes), «destinatario» haría referencia a un sujeto ubicado al final o al término (como destino) de un proceso comunicacional: aunque «perceptor», el «destinatario» es el eslabón final (el destino) de una cadena de producción comunicacional y, por tanto, puede sospecharse que no es productor; mientras que «interlocutor» pone énfasis en la interacción dialógica: la «palabra-dicha-entre-pares». Por eso afirma Kaplún que

«la expresión no se da sin interlocutores: el educando tiene que escribir para ser leído. Es menester que el mensaje se difunda, se socialice, sea compartido» (Kaplún, 1992a: 35).

Sin embargo, la noción de expresión, de inter-locución, de comunicación, queda atrapada en el «mensaje», escamoteándose otras tantas prácticas comunicacionales que significan aunque no estén estructuradas como mensaje, como «producto» (18).

De todos modos, la inter-locución, como capacidad de hablar y ser escuchados de los sectores populares (cfr. Kaplún 1996: 67), constitutiva del sujeto de comunicación en procesos educativos, se sustenta en una noción subyacente de comunicación, a la cual adhiere Kaplún, que está compuesta por dos ideas similares:

«La comunicación es la relación comunitaria humana que consiste en la emisión/recepción de mensajes entre inter-locutores en estado de total reciprocidad» (Pasquali, 1979).
«La comunicación es el proceso de interacción social democrática, basada en el intercambio de signos, por el cual los seres humanos comparten voluntariamente experiencias bajo condiciones libres e igualitarias de acceso, diálogo y participación» (Beltrán, 1981).

Ninguna de las nociones nos habla de cultura, ni de conflictos, ni del poder; nos hablan de un «ideal» de comunicación: ¿una comunicación inexistente y, acaso, imposible por incontaminada? ¿Dónde encontrar un estado de total reciprocidad o de condiciones libres e igualitarias? ¿Es posible aislarse de los lazos de la hegemonía, por ejemplo? Tal vez se deba a una restringida comprensión del verbo communis, “poner en común”, que Kaplún le da el significado transitivo de «comunicar», informar, transmitir, y reflexivo de «comunicarse», compartir, dialogar. El significado reflexivo tiene el sonido de la “comunión”: un sentido religioso que termina articulándose con ideas como la de Jürgen Habermas (1992), por un lado, acerca de una «comunidad ideal de comunicación» (19), que implica una comunidad de lenguaje y donde la esperanza está puesta en la voluntad subjetiva de los participantes, lo que contribuye a consagrar a la comunicación intersubjetiva y, por otro lado, con ideas deudoras del contractualismo moderno. Lo que resulta dudoso, en todo caso, es si en esta realidad es posible construir una plataforma extralingüística (20), esto es, que existiera más allá del lenguaje y, por tanto, descargada de los sentidos hegemónicos con que se hace posible la realización y la interpretación de las experiencias en una formación social determinada. Además, la comprensión del significado de comunicación de este discurso, anudada al compartir y dialogar (acontecimiento determinado por la grupalidad), ofrece dudas acerca de la posibilidad de no recaer en un «puro particularismo» como condición de la comunicación; en todo caso: la superación del localismo por la vía de la comunicación inter-grupos, ¿no significará apostar sólo a una plataforma extralingüística más ampliada, pero cerrada a un particularismo de mayores alcances? También es posible que esta idea de «comunicarse», y las nociones subyacentes de comunicación que en ella permean, deba interpretarse por el valor que el pensamiento utópico ha tenido en procesos históricos y movimientos sociales de nuestro continente En este sentido, si bien las nociones de comunicación son débiles y cuestionables desde la perspectiva de la cultura, han contribuido a articularse con rupturas y movimientos políticos que procuraron lograr condiciones sociopolíticas libres e igualitarias (de acuerdo con los términos expresados en la definición de Beltrán). Por otro lado, el contexto de pensamiento político-utópico de formulación de esas nociones de comunicación, fue rápidamente apropiada por distintos sectores del pensamiento y las práctica sociopolítica latinoamericana, como por ejemplo, la iglesia católica (21).

Resta destacar que tanto el diálogo grupal como la participación, precisamente por ser los referentes del proceso educativo y comunicacional, son los «filtros» a través de los cuales se «leen» los mensajes de los medios o se producen sentidos a partir de ellos (22). En el caso del casete-foro, lo central no es el casete, sino el foro: el espacio grupal que provoca procesos dialógicos y participativos (cfr. Kaplún, 1985). En el video en educación popular, el diálogo o el foro se visualiza como instancia posterior, en la metodología de uso, a la proyección del video, pero como momento central que posibilita la reflexión y la discusión sobre una información relevante, que es lo que lo hace educativo (cfr. Kaplún, 1989: 44-46). En esos foros es donde se generan las actitudes y la conciencia crítica y el espíritu solidario, según Díaz Bordenave, aunque no se sugiera la directa relación entre este nivel y el nivel de la praxis sociopolítica de los sujetos. Caben aquí dos observaciones:

1. Esta posición alentaría posibles «huidas» pedagógicas hacia un optimismo centrado en las posibilidades de autonomía en la resignificación de los sujetos de comunicación. Se estaría sosteniendo aquí lo que podríamos denominar el nivel de la «crítica racional». Este nivel tiene su matriz originaria en la crítica kantiana y sus posteriores reformulaciones. Crítica es una facultad por la cual la razón juzga sobre la naturaleza de las cosas, desnaturalizándolas (o descongelando su naturalización) (23). En esta línea, una lectura o recepción crítica debe contribuir al develamiento, desocultamiento o descongelamiento de relaciones que han sido naturalizadas o congeladas por intereses de sector o de clase. Este proyecto, en una dimensión pedagógica, debería someter a examen no sólo a los mensajes, sino a los productos y su producción, en relación con el orden económico-cultural y los campos de significación de los receptores.

2. Si se habla de lo «crítico» en su sentido colectivo o político, diferente al sentido de la conciencia subjetiva crítica, la crítica tendría consecuencias sociopolíticas de oposición, que estarían dependiendo de la existencia de foros donde se reflexione acerca de esa práctica oposicional (24). El proyecto de los foros ha estado influenciado, además, por ciertas teorías críticas de la educación que asumen principalmente la perspectiva de Habermas (referida a la acción comunicativa y al interés emancipatorio de la razón). El problema, ya dentro del campo pedagógico, es hasta qué punto la constitución de foros no significa una adscripción a modelos no-críticos, debido a la excesiva confianza en las voluntades subjetivas y en la concientización, o la distancia creada entre las estructuras y las acciones.

Lo cierto es que lo comunicacional, en especial en el campo de la comunicación educativa, ha puesto énfasis en el lenguaje: las técnicas participativas apuntan a la comunicación oral abierta y al habla como eje del diálogo, de modo que se ha identificado a la comunicación con la oralidad y a la participación con el habla (cfr. Torres, 1989), en desmedro de la comunicación escritural y de una concepción más amplia y más cultural del diálogo, considerando también la acción, en dialéctica con la reflexión hablada (cuestión que lleva a otros alcances del pronunciamiento de la palabra anudándola con el pronunciamiento del mundo) (25) y la dimensión comunitaria e intertextual del diálogo, que carga necesariamente una acumulación narrativa, una memoria, una serie de significaciones dominantes.

8.3. MEDIOS, MENSAJES, RECEPTORES

En el discurso de la «comunicación educativa» se considera, en general, que el empleo de los medios debe encuadrarse en procesos generadores de problematización y como estimuladores del diálogo, la discusión, la reflexión y la participación (cfr. Kaplún, 1996: 54) (26). Debido a este requerimiento, por lo general se alienta la producción de recursos, en especial audiovisuales, adecuados al proceso que se pretende «desencadenar» y a la información relevante que en ellos se desea presentar. Dice Mario Kaplún:

«El papel del los medios de comunicación en la educación se define a partir del modelo dialógico» (Kaplún, 1992a: 43).

La matriz Freinet indica las posibilidades del uso de medios: el intercambio de producciones (en aquél caso, periódicos escolares) elaboradas por los sujetos de educación, la generación de interacciones y flujos comunicacionales, y la construcción de conocimiento como producto social (27) (cfr. Kaplún, 1992a: 45).

Cuando Kaplún y Gutiérrez hablan de uso de medios de comunicación en la educación, lo hacen sosteniendo implícitamente una distinción fuerte entre «medios de comunicación» y «medios de información o difusión», a los cuales se los caracteriza como masivos (cfr. Kaplún, 1996: 68; Gutiérrez, 1973: 32).; distinción proveniente del pensamiento de Antonio Pasquali, que tiene relación con la concepción de comunicación como una relación de carácter intesubjetivo (28); estos es, los «grandes» medios, comerciales o masivos, no posibilitan una comunicación en su sentido intersubjetivo, por lo que sólo informan o difunden (29). Esta distinción asumida por Kaplún y Gutiérrez, por otro lado, corrobora que su concepto de «diálogo» excluye al otro diálogo: el que remite a que cualquier configuración textual es básicamente interdiscursiva y, por consiguiente, un fragmento de la memoria colectiva (cfr. Bajtin, 1982); y, en este sentido, una sedimentación posible de una determinada «acumulación narrativa». En el diálogo la comunidad (histórica y geográficamente situada) habla y, en un mismo movimiento, es hablada. En el diálogo se expresa la cultura como campo de lucha por el significado, en la que se reflejan una multiplicidad de valores, voces e intenciones, con distintos grados de intensidad en sus contradicciones. Y, además, se da según ciertas «condiciones de posibilidad», que son culturales y que remiten a un determinado «archivo audiovisual» (que incluye a la cultura mediática) que determina, a su vez, lo que puede ser dicho en un momento dado, estableciendo un régimen de relaciones, intersecciones, configuraciones intertextuales y también exclusiones (cfr. Piccini, 2000). De allí que les sea necesario reconocer en el diálogo intersubjetivo a propósito de los medios y en la producción de mensajes mediáticos, una reproducción o reflejo de discursos mediáticos que operan en las prácticas, las visiones del mundo y los saberes cotidianos, lo cual debería corresponderse con un reconocimiento de que las interpelaciones a los sujetos no sólo provienen del intercambio grupal dialógico o de las producciones de mensajes propios, sino también de ese otro diálogo, acaso no oral, que complementa y a veces entra en contradicción con aquel intercambio y esos mensajes. Por otra parte, como expresa Rosa María Torres (1989), se hace necesario revalorizar los medios masivos no sólo como instrumentos aprovechables en comunicación y educación, sino cuando en ellos se logra un espacio para la comunicación educativa, en cuanto que muchas veces articulan su producción con el desarrollo de fuerzas y movimientos sociales.

De todos modos, se ha ligado a las experiencias de comunicación educativa la diferenciación entre producto y proceso en el uso de medios, pero con un denominador común: en el caso del video educativo, debe insertarse en un proceso social concreto y en él la comunidad deja de ser consumidora o destinataria para convertirse en interlocutora (cfr. Daza Hernández, 1993). En este caso, el video debe ser un provocador no-verbal que estimule la producción comunitaria de significaciones.

El clásico esquema del proceso de comunicación emisor-medio-mensaje-receptor sigue presente en los discursos y experiencias de la comunicación educativa intersubjetiva. Como se dijo, los mensajes son concebidos generalmente como productos (cfr. Kaplún, 1996: 110, nota 1) elaborados la mayoría de las veces por los educomunicadores o los comunicadores populares, ya que los mismos posiblemente posean mayor eficacia educativa (cfr. Kaplún, 1996: 109-110). Dice Kaplún que los mensajes son eficaces si «llegan» a los interlocutores, lo que significa que sean atendidos, que despierten interés y que sean entendidos (30); el mensaje es eficaz si cumple su objetivo,

«si moviliza interiormente a quienes lo reciben, si los problematiza, si genera el diálogo y la participación, si alimenta un proceso de creciente toma de conciencia» (Kaplún, 1996: 111).

Estos «micromensajes», en cuanto críticos y problematizadores, van “contra la corriente” (Kaplún, 1996: 180-181). La producción de esos mensajes no debe, entonces, centrarse en lo informativo o en la transmisión, sino en la generación de comunicación (cfr. Kaplún, 1989: 43), transformando contenidos educativos en mensajes comunicativos y revistiéndolos de una forma pedagógica (cfr. Kaplún, 1992b). Esto resultaría imposible con los medios de difusión porque, como se ha dicho, los mensajes de los medios masivos son sólo interpelaciones o persuasiones (cfr. Prieto, 1983a) que contienen significaciones y versiones dominantes de la realidad (31). Los aparatos ideológicos, dice Kaplún, como la escuela y los medios masivos,

«tienden a fomentar en la población una actitud acrítica; a reforzar y consolidar una serie de ‘valores’ y comportamientos. Nuestro mensaje presupone otros valores y propone otras pautas; y, en consecuencia, entra en colisión con aquellos que, por la influencia ambiental masiva, muchos de nuestros destinatarios se han acostumbrado a validar» (Kaplún, 1996: 180).

Una instancia clave en la producción de mensajes de comunicación educativa y, también, de cualquier producción de procesos de comunicación y educación, es la prealimentación. Expresa Mario Kaplún:

«Un enfoque comunicacional supone incluir, para la producción de todo material (educativo), una intensa etapa de prealimentación, encaminada a captar las ideas, percepciones, experiencias y expectativas (...) de los potenciales educandos (...). Se descubre que hay en los destinatarios otras prácticas que es necesario incorporar y valorar, así como otras percepciones y otras preguntas -e incluso otros vacíos- a las que es preciso atender. Y, como fruto, se obtienen materiales en los que el educando se reconoce y se siente presente; textos comunicativos, que conversan con el estudiante y con los que él, a su vez, puede entrar en diálogo» (Kaplún, 1992b: 8; subrayado del autor).

La prealimentación permite cambiar el modo de comunicación, dice Kaplún, al poner al destinatario al principio del esquema, y no sólo al final, originando e inspirando mensajes. Su propósito es recoger las experiencias, necesidades y aspiraciones de la comunidad, seleccionarlas y organizarlas y, así estructuradas, devolverlas como mensaje a los destinatarios para que puedan hacerlas concientes, analizarlas y reflexionarlas (cfr. Kaplún, 1996: 101). Dos cuestiones claves señala Kaplún: la primera, que no se trata sólo de reflejar o reproducir mecánicamente a la comunidad; la segunda, que el autorreconocimiento de la comunidad en los mensajes, le permita problematizar y analizar críticamente los problemas cotidianos (cfr. Kaplún, 1996: 102). Por eso la prealimentación es central, porque permite comprender el pensamiento del destinatario,

«acceder a su universo simbólico, descubrir sus códigos (no sólo lingüísticos sino también experienciales, ideológicos, culturales), sus vivencias cotidianas, sus preocupaciones; sus preguntas y sus expectativas; sus conocimientos y sus desconocimientos; sus visiones justas, para incorporarlas al mensaje, y las equivocadas, para incorporarlas también, a fin de ayudarle a problematizarlas y cuestionarlas» (Kaplún, 1989: 47).

Debemos destacar al menos tres reconocimientos que hace Kaplún, que distancian los propósitos de la prealimentación de un mero reflejo o reproducción de lo popular: en primer lugar, el reconocimiento de la ampliación de lo simbólico y los códigos a cuestiones y culturales, y no sólo lingüísticas, lo que hace del mensaje algo más complejo que la pura devolución de terminologías usadas por la comunidad; en segundo lugar, el reconocimiento de las contradicciones existentes al interior de la vida cultural cotidiana de los sectores populares, lo que alerta y previene frente a posicionamientos o perspectivas meramente folklóricas o románticas; y en tercer lugar, el reconocimiento de la necesidad de partir de la percepción y la visión popular (el «sentido común» gramsciano, según lo asume Kaplún, 1989:48) provocando identificaciones e involucramientos, pero para provocar desde allí una comprensión intelectual, en el sentido de elevación del nivel de conciencia.

Por su parte, Daniel Prieto expresa que

«la investigación sobre la vida cotidiana constituye un paso previo a toda acción cultural. Desde el punto de vista de la comunicación entra en juego aquí el concepto de ‘marco de referencia’. Entendemos por él las relaciones directas de la población, las concepciones, valoraciones, estereotipos, expectativas y creencias que a diario comparten los distintos sectores de una comunidad» (Prieto Castillo, 1983a: 185).

Esta posición de Prieto, en dos sentidos amplía la noción de Kaplún de prealimentación. Primero, porque se refiere a la «acción cultural», y no sólo a la producción de mensajes (acción cultural, sin embargo, que para Prieto apunta a la toma de conciencia y la potenciación de la expresividad, cfr. Prieto Castillo, 1983a: 190). Segundo, porque habla de un «marco de referencia», en un sentido similar al de «campo de significación» de Bachelard (cfr. Bachelard, 1972). Más adelante, Prieto se refiere a la vinculación entre investigación del marco de referencia con un diagnóstico socioeconómico y comunicacional desde el cual es posible desarrollar acciones culturales (cfr. Prieto Castillo, 1983a: 186). Esta investigación diagnóstica permite evaluar cómo puede lograrse una mayor expresión, una producción propia de mensajes por parte de quienes, históricamente, han estado fijados en una posición en la cual los mensajes sólo se reciben (cfr. Prieto Castillo, 1983a: 189-190).

Desde el punto de vista de la planificación comunicacional, dice Daniel Prieto Castillo:

«Las propuestas de diagnóstico de los interlocutores de un proceso de comunicación han ido y van desde el intento de tomar en cuenta unas pocas notas de la vida y expectativas de los demás, hasta investigaciones que buscan conocer todos los aspectos de la vida ajena. (...) Necesitamos ir más allá de los estereotipos que presentan a los destinatarios de la acción comunicacional como meros objetos de impactos verbales y visuales. (...) Partimos de una caracterización de la situación de comunicación de los interlocutores, entendida como las oportunidades de acceso a los medios y a las relaciones con la institución.» (Prieto Castillo, 1995).

Necesariamente, entonces, se debe partir del «aquí y ahora» del educando, de la situación en que se encuentra el interlocutor: lo que Prieto denomina «situación de comunicación» (cfr. Prieto Castillo, 1995).

En cualquiera de los dos casos, el de Kaplún y el de Prieto, es posible entender la prealimentación o la investigación diagnóstica del marco de referencia como instancias a partir de las cuales, consideradas como campo de significación, es posible experimentar una «ruptura epistemológica» en el sentido de “toma de conciencia” o “elevación del nivel de conciencia”.

Otra cuestión significativamente importante en el discurso de la «comunicación educativa» intersubjetiva es la referida a la relación producción/recepción, y en especial al desplazamiento de la idea de un receptor pasivo o meramente depositario, o de la circulación dinámica de la comunicación en el feedback. Para Kaplún, el feedback o retroalimentación es sólo añadir una vía de retorno del mensaje, pero en cuanto mecanismo de control y regulación de un sistema preestablecido (cfr. Kaplún, 1992a: 45), es decir, un sistema que obtiene una respuesta buscada por el comunicador/emisor, de modo de mantener un estado de cosas estable y estabilizado; en el que el comunicador sólo comprueba la eficacia de la transmisión, ya que el feedback pertenece a un modelo de comunicación y educación que pone énfasis en los efectos (cfr. Kaplún, 1996: 42-43). Frente a esto,

«el modelo de comunicación tendrá que ser participativo, ‘dialógico’ y multidireccional, (concibiendo) al educando -según el feliz neologismo acuñado por el canadiense Jean Cloutier- como un emirec» (Kaplún, 1992a: 45): «amalgama de Emisor y Receptor (...) No más emisores y receptores sino EMIRECS; no más locutores y oyentes sino interlocutores» (Kaplún, 1996: 69-70); «esto es, un sujeto comunicante, dotado de potencialidades para actuar alternadamente como emisor y receptor de otros emirecs poseedores de iguales posibilidades; facultado, pues, no sólo para recepcionar, sino también para autogenerar y emitir sus propios mensajes» (Kaplún, 1992a: 45).

Es posible aquí observar, nuevamente, el impacto del pensamiento de Antonio Pasquali, quien sostiene la existencia de tres coeficientes básicos de comunicabilidad: T (quien sólo transmite), R (quien sólo recibe) y TR (quien puede transmitir y recibir a la vez); de allí que la comunicación sean entendida como intercambio de mensajes con posibilidad de retorno no mecánico entre los polos igualmente dotados del coeficiente TR (cfr. Pasquali, 1963). Desde el punto de vista social, hay sectores a quienes se les niega la posibilidad de ser TR y son sólo receptores; pero quien niega al otro la posibilidad de ser transmisor, dice Pasquali, se niega a sí mismo la posibilidad de ser receptor. El ser sólo receptor, reificado o cosificado en la relación comunicacional, imposibilita la constitución de lo social por destruirse el coeficiente comunicacional (32).

Cabe mencionar, como último aspecto de este punto, la importancia otorgada por Daniel Prieto y Francisco Gutiérrez a las mediaciones pedagógicas, que son capaces de promover y acompañar el aprendizaje, construyendo el sentido educativo en la tarea de cada educando de construir-se y de apropiarse del mundo y de sí mismo, a través de una articulación entre áreas de conocimiento y la prácticas humanas y quienes están en situación de aprender algo de ellas (cfr. Prieto Castillo, 1996). En la mediación pedagógica se conjugan cuatro elementos: partir del otro, reconociendo sus características culturales; trabajar la información de manera pedagógica; trabajar las propuestas y prácticas de aprendizaje pedagógicamente; y trabajar en el tratamiento de la forma (cfr. Prieto Castillo y Gutiérrez, 1991: 54-73). Prieto sostiene, además, que en la actualidad el aprendizaje no queda restringido a la hegemonía escolar; siempre se está aprendiendo, ya sea de las relaciones cotidianas, de algún relato, de la observación, de los medios (cfr. Prieto Castillo, 1995). Por lo cual plantea diferentes instancias de aprendizaje (relaciones con el texto, con el educador, consigo mismo, con el grupo, con la institución, con el contexto), que implican el reconocimiento de distintos referentes del proceso educativo.

Acaso cabe destacar que este concepto, en principio, no tiene relación con la noción de «mediación» tanto de Raymond Williams (1997) como de Jesús Martín Barbero (1991). En Prieto y Gutiérrez, mediación es un tratamiento comunicacional de temas y de materiales a fin de lograr una educación participativa, creativa, expresiva y relacional (cfr. Prieto Castillo y Gutiérrez, 1991: 54); este enfoque es similar al de la perspectiva caracterizada por Williams como idealista, donde mediación se refiere a un proceso activo, un acto de intercesión entre elementos opuestos, donde se considera «lo que está en el medio» (cfr. Williams, 1997: 118) -en este caso, entre dos polos: el educador/comunicador y el educando/comunicando-. Por su parte, Martín-Barbero entiende a las mediaciones como zonas de articulación (donde necesariamente cada elemento resulta modificado), que están constituidas por los dispositivos a través de los cuales la hegemonía transforma desde dentro el sentido de lo cotidiano (cfr. Martín-Barbero, 1991: 207). De modo que, si se emparentara la noción de Prieto y Gutiérrez con la de Williams y Barbero, lo que queda soslayado, evidentemente, es el problema de la hegemonía, el carácter político-cultural de las mediaciones.

8.4. BREVE REFERENCIA SOBRE EL PROBLEMA DE LA «CULTURA POPULAR»

Una cuestión de interés para este trabajo, a la que nos referiremos brevemente, es la del abordaje y las concepciones de la «cultura popular» que presentan los autores representativos de la comunicación educativa. Para Daniel Prieto, la cultura de los sectores populares, que son los sectores vencidos, es una «cultura acechada» (cfr. Prieto Castillo, 1983b). Los sectores populares son vencidos por el lugar social que se les ha asignado, por el modo en que son forzados a vivir y por el odio de que son objeto. En primer lugar, su cultura está acechada desde adentro por la precariedad de su vida cotidiana, por la falta de recursos para organizar su propia memoria histórica, por las condiciones de deterioro de la vida rural y urbana, por la degradación de los espacios y la mísera distribución de los objetos, por la postergación de la creatividad en función de la supervivencia, por la falta de acceso a los productos culturales. En segundo lugar, la cultura popular está acechada desde afuera de distintas formas: por hacérsela objeto teórico, objeto de transformación, exterioridad, experiencia estética y mercancía, y objeto de los medios masivos de «difusión». Estas acechanzas tienen relación con la invasión cultural: una transformación que sigue los parámetros de los invasores o dominadores. Luego Prieto señala que existen quienes consideran a la cultura popular como exterior al sistema y como «sacro» reducto de valores y tradiciones que se transforman en utopía para el sistema. Quienes consideran esa exterioridad pueden sostener que no se puede hacer nada ya con los sectores populares, o que la cultura popular es pura y hay que ir hacia ella. Prieto critica las rupturas entre los sectores populares y los dirigentes debido a esos motivos, a la exotización de la miseria como mecanismo de concientización de sectores burgueses, así como a la mercantilización de las culturas populares.

En muchos textos Prieto pone énfasis en una práctica con los sectores populares, y no «para» ellos, recuperando un sentido freireano de acción cultural. Los sentidos de estas prácticas están articulados en la posibilidad del desarrollo de los sectores populares. Cuando se refiere a la acción cultural, Prieto distingue dos tendencias: una, que considera que la comunidad es destinataria de las acciones; otra, que la comunidad lo desarrolla todo sin ningún tipo de ingerencia externa. Son tendencias que, a su juicio, representan el extensionismo y el populismo espontaneísta (cfr. Prieto, 1983a: 182-183). Aquí aparece una cuestión clave en los discursos de los autores representativos de la comunicación educativa intersubjetiva, que muchas veces no ha tenido su correlato en sus experiencias o prácticas. Es la cuestión de la necesidad de distanciarse tanto del difusionismo desarrollista como del espontaneísmo populista o folklórico, que derivan (según Prieto, 1983a: 183) de la falta de investigación sobre las culturas populares y, por tanto, de la construcción de estereotipos en el trabajo con la comunidad.

Por su parte, Mario Kaplún aborda el tema de la cultura popular a partir de las dificultades y desafíos de la intervención en comunicación y educación popular. En este sentido, y distanciándose de las propuestas difusionistas o extensionistas, sostiene que los educomunicadores populares están siempre condicionados por las percepciones sociales de sus interlocutores (cfr. Kaplún, 1996: 182), por un lado, y deben aceptar el desafío de articular sus prácticas con las organizaciones del campo popular (cfr. Kaplún, 1996: 85). Pero lo central en la consideración de las culturas populares, es el distanciamiento de todo espontaneísmo populista por parte de Kaplún (33). Para él, la ideología dominante trabaja al interior de las cultura populares, no en las formas de una dominación externa, sino siendo aceptada o consensuada como propia por esas culturas. Dice, además:

«la dominación ideológica no es exterior (...); el poder de la ideología consiste en que opera ‘desde dentro’ del sujeto: el dominado la internaliza e inconcientemente la incorpora (...). Basta observar la cultura popular para advertir cómo está infiltrada en ella esta ideología dominante internalizada» (Kaplún, 1996: 181).

Hasta aquí, parece que Kaplún puede adentrarse más en el problema que Prieto, ya que este último todavía considera un residuo que es acechado desde afuera, en el sentido de una dominación que los sectores populares padecen, porque están vencidos. En cambio, Kaplún habla de una aceptación basada en una infiltración, una internalización, un trabajo desde adentro de los sujetos, de modo que éstos, más que padecerla, la sostienen en sus prácticas y discursos. En cierto modo, es posible entender que en Kaplún «trabaja» una teoría de la hegemonía, mientras que en Prieto aún opera una teoría de la dominación de las culturas populares. Cuando Kaplún se refiere a la prealimentación, por ejemplo, hemos visto que el autor reconoce las contradicciones existentes al interior de la vida cultural cotidiana de los sectores populares: la cultura popular no es sólo reproducción ni, de por sí, es oposición al sistema dominante, ni mucho menos es exterior a él. Pero ese reconocimiento de la cultura popular y del «sentido común» tiene por objeto provocar una elevación del nivel de conciencia. En efecto, el propósito siempre tiene que ver con la «concientización», con el proceso de toma de conciencia o elevación del nivel de conciencia, partiendo de la distinción básica entre conciencia ingenua y conciencia crítica (cfr. Kaplún, 1996: 52; 185-188, por ejemplo). La conciencia ingenua es el nivel en el cual los significados de los hechos atribuidos por los sectores populares, coinciden con los que surgen de las interpelaciones de la ideología dominante (cfr. Kaplún, 1996: 185) y son, por lo general, significaciones naturalizadas del tipo “el que no trabaja es porque no quiere” o “el que abandona la escuela es porque es un burro”. Es necesario, sin embargo, partir de ese nivel ingenuo para pasar a una visión crítica de la realidad y los problemas (cfr. Kaplún, 1996: 186). Y ese «partir», del que ya hemos hablado, considera la distinción en las culturas populares, tal como lo hacía Gramsci, entre:

«elementos ‘fosilizadores’ y desmovilizadores (creencias, tradiciones, prejuicios, que llevan a considerar el orden existente como natural, como incambiable) y elementos dinámicos de resistencia y de protesta, de cuestionamiento crítico y de lucha» (Kaplún, 1996: 187-188).

Esta visión de Kaplún acerca de las culturas populares, permite enriquecer no sólo las concepciones o abordajes, sino también las estrategias de intervención con los sectores populares.


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Notas:
(1) Luego del NOMIC, la Comisión Sur (integrada por funcionarios y dirigentes del Tercer Mundo), publicó una declaración en 1990 donde denunciaba la catastrófica situación de devastación económica de amplios sectores periféricos. La Comisión pedía, nuevamente, un «nuevo orden mundial» que respondiera a la justicia, la equidad y la democracia en la sociedad mundial. Al poco tiempo, George Bush robó la noción con motivo de la guerra del Golfo para trocarle su sentido: «nuevos orden mundial», en la narrativa neoliberal, es una nueva era imperial, “un sistema global orquestado por los ejecutivos del G-7, el FMI y el Banco Mundial, el GATT y los intereses empresariales y financieros en general”. Su sentido se articula con el de «globalización», como proceso que aporta nuevos mecanismos de “sometimiento del sur y colonización y saqueo de la mayoría de la propia población nacional” (Chomsky, 1996: 13-16).
(2) Debemos hacer dos observaciones iniciales. La primera es que, para realizar una adecuada evaluación de la «comunicación educativa intersubjetiva», sería necesario considerar, además de los discursos teóricos, una serie de prácticas desarrolladas por esta corriente, las propias prácticas de los autores considerados y las apropiaciones y articulaciones de la comunicación educativa con movimientos y organizaciones sociales; tres cuestiones que no siempre han estado coherentemente articuladas.
La segunda observación es que nos interesa resaltar en este capítulo, arbitrariamente pero teniendo en cuenta su valor y repercusión en las prácticas del campo, algunos aspectos de tres discursos: (1) el discurso que es posible denominar pedagogía de la comunicación, de Francisco Gutiérrez Pérez (cfr. Gutiérrez, 1973; 1975); (2) el discurso que puede denominarse de la educomunicación, de Mario Kaplún (cfr. Kaplún, 1985; 1989; 1992a; 1992b; 1996); (3) el discurso que es posible llamar comunicación en educación, de Daniel Prieto Castillo (cfr. Prieto Castillo, 1983a; 1983b; 1984; 1995; 1996; Prieto Castillo y Gutiérrez, 1991). De todos modos, los tres aparecen articulados en torno a temáticas relevantes en el desarrollo del capítulo.
(3) Como podrá observarse más adelante, tanto Antonio Pasquali como Mario Kaplún (por señalar dos ejemplos) van a sufrir la misma ambigüedad conceptual: una suerte de contradicción que, a mi juicio, se origina en el «pánico moral» hacia los medios de comunicación, adjetivados despectivamente como «de difusión masiva», «de información», «masivos».
En este sentido, pareciera que en los autores de la comunicación educativa intersubjetiva está permeando una tradición (supuestamente crítica) que nace hacia 1835 con una sensación de miedo a las turbas, a las muchedumbres, a las masas luego (Sarmiento ya expresaba en 1845 su miedo, iluminista, a las “hordas indisciplinadas”). Como en el pensamiento de A. Tocqueville, en su obra de 1835 (Tocqueville, 1951), observa con preocupación que, con la creciente industrialización, de estar situadas “fuera”, las masas se encuentran ahora “dentro” de la sociedad, disolviendo el tejido de las relaciones de poder y erosionando la cultura; preocupación que parecen compartir los autores de la comunicación educativa intersubjetiva. Una preocupación que se amplía por las consecuencias psicológicas de la masificación de la sociedad, con su carga de irracionalidad, hacia fines del siglo XIX y principios del XX, en autores como Gustave Le Bon (1959) y Sigmund Freud (1973). Se desarrolla así un «pánico moral» hacia la irracionalidad del “alma colectiva”, regresiva hacia estados primitivos y disolutorias de la autonomía subjetiva. Es un «pánico moral» que encuentra su “cura” a través de nuevas formas de fortalecer las capacidades subjetivas e intersubjetivas de construcción de relaciones autónomas; una “cura” que se hace proyecto en la comunicación educativa intersubjetiva. Más aún cuando parecen permear, en estas posiciones, motivos axiológicos y metafísicos que contraponen al hombre-masa el hombre-pueblo (provenientes de pensamientos como el de Ortega y Gasset, 1961, por ejemplo), asumiéndose en consecuencia un programa racional e iluminista que aliente el protagonismo del pueblo en la cultura. Lo que soslaya y aplana el discurso de la comunicación educativa intersubjetiva en la producción del «pánico moral» hacia los medios masivos es precisamente las mediaciones entre cultura masiva y cultura popular. También, como señalara Edgar Morin, “la óptica que indica comunicación de masas impide captar el problema de la cultura de masas” (Morin, 1976: 191).
Cabe señalar que Paulo Freire, en su primera época, también planteó el problema de la masificación, como exacerbación del espíritu gregario, en las sociedades en transición (Freire, 1969), pero vinculándolo al desarrollo de políticas asistencialistas, producidas en nombre de la libertad amenazada, que enfatizan la emocionalidad y obturan la capacidad de opción y participación popular.
(4) Indudablemente, Gutiérrez sostiene una visión acrítica de la cultura de masas. Si bien critica su carácter masificador (por motivos políticos, psicológicos y axiológicos) aplana su sentido al no analizar en su seno tanto la diversidad y complejidad cultural como las desigualdades sociales a que responde, con las que se articula y que produce, presentes en desarrollos que van desde F. Rositi (1980) hasta G. Vattimo (1990), por poner algunos ejemplos. Es notable cómo este discurso (acrítico, ingenuo y, acaso, optimista) se refigura con un significante nodal más actual, como es el de «globalización» (véase, por ejemplo, Buenfil Burgos, 1996 y Mattelart, 1997).
(5) Como Jesús Martín Barbero (1997), treinta años después, hace suyas las ideas sobre las culturas prefigurativas de Margaret Mead (1971).
(6) Está asumiendo aquí la tesis sobre la doble cara de la realidad expuesta por Armand Mattelart (1973).
(7) Esa nueva situación, con ese rasgo característico, según algunos autores como Noam Chomsky ((1996) o Peter McLaren (1994), desemboca en los modelos neoliberales. Chomsky lo hace al analizar la cooptación y trastrocamiento del significado del término «democracia»; McLaren, al analizar el doble discurso de la nueva derecha en la interpelación y constitución del «ciudadano guerrero».
(8) Es posible encontrar aquí una exacerbación de la contradicción entre lo que se dice y lo que se hace, rasgo distintivo de la modernidad occidental, según Agnes Heller (Heller y Feher, 1985).
(9) Cabe destacar que Kaplún cierra, por así decirlo, el proceso educativo de oferta y demanda de conocimientos y bienes culturales, en la adquisición de los mismos, sin hacer referencia a las modificaciones en las prácticas sociales cotidianas, ya sea en un sentido de afirmación (o conformismo) o en un sentido transformador. Por otro lado, se insinúa la reducción de lo educativo al circuito emisión (en cuanto acción intencional explícita), mensaje y recepción.
(10) En su presentación sigue los modelos construidos por Juan Díaz Bordenave (1976b).
(11) Más allá de la clasificación en sí, propuesta por Kaplún, conviene destacar el reconocimiento del carácter educativo y comunicacional de los otros modelos, de modo de no ligar sólo con un determinado conjunto axiológico (en este caso ligado a lo intersubjetivo y procesual) a lo comunicacional educativo. Esto resulta clave al momento de comprender que lo educativo no está reducido (como respuesta a la escolarización) sólo con un determinado tipo ideal y axiológico (como puede serlo el tipo «dialógico») y que lo comunicacional (como rechazo a lo informacional o manipulador) no es única y necesariamente lo intersubjetivo. De todos modos, no queda del todo clara esta distinción al recorrer el resto de la obra de Kaplún.
(12) En otro trabajo, Prieto, frente a la retórica, rescata el valor de la poética, un discurso que hace (Prieto Castillo, 1984: 18-ss.). Ambos discursos, retórico y poético, para el autor son los que se articulan en los medios.
(13) La “naturalización” de los códigos, expresa Stuart Hall, tiene como efecto el ocultamiento de las prácticas de codificación que están presentes dando forma a la producción de esos códigos (asume explícitamente en esto las nociones sobre los procesos de trabajo y de producción de Marx, en los Manuscritos de 1844 y en El Capital). El funcionamiento de los códigos en el extremo de la decodificación frecuentemente asumirá el status de percepciones naturalizadas. De allí que el valor ideológico del significado denotativo o literal está fuertemente fijado, porque se ha vuelto universal y “natural” (cfr. Hall, 1980).
(14) En el discurso de Kaplún, particularmente, esto quedará más claro al presentar los elementos relacionados con la cultura popular. Pero, de todos modos, las apropiaciones en múltiples experiencias avalan la idea de procesos educativos y comunicacionales aislados de la cuestión del poder.
(15) Desde una perspectiva crítica, el poder es potencial o realmente un elemento que está en juego o en conflicto en todas las relaciones sociales y en todos los momentos y las escenas de interacción, porque estructura y demarca las interrelaciones de individuos y grupos. En consecuencia, el estudio del poder y de las relaciones de poder es inseparable del estudio de la comunicación y le ofrece una de sus bases (cfr. O’Sullivan y otros, 1997: 270).
(16) De allí que Kaplún tome como lema la idea de Freinet: “Escribir para ser leídos”, con todo el alcance no sólo técnico, sino cognitivo y social que esta idea carga.
(17) Véase esta observación en Roberto Follari (1992), quien se basa en su artículo especialmente en autores de la Escuela de Frankfurt y el existencialismo.
(18) Véase la noción de mensaje como producto en Kaplún, 1996: 110, nota al pie.
(19) Noción también presente en Karl-Otto Apel (1985).
(20) Sobre esta cuestión debate Slavoj Zizek, cuestión que hemos tratado en otra parte de esta Tesis, avalando la imposible constitución de sujetos por fuera del juego interpelación/reconocimiento-no reconocimiento (cfr. Zizek, 1992).
(21) Sin embargo, en este último caso debe hacerse una salvedad. La apropiación se ha hecho desde dos tendencias posconciliares diferenciables: una tendencia renovadora y una tendencia popular. La tendencia «renovadora» destaca la importancia del cambio social relacionado con el cambio de mentalidad y de prácticas en especial subjetivas, soslayando el campo de la lucha por el poder. En cambio, la tendencia «popular» percibe que la realidad es conflictiva, por lo que el nudo de su análisis es la injusticia, la desigualdad y la miseria, captadas desde la sensibilidad; en su discurso aparecen términos como «opresión» y «explotación» y se alude a la violencia de los opresores al denunciar esa situación; en este sentido fuerte de denuncia (completada por un anuncio) esta última tendencia es utópica (véase el análisis de las posiciones y los discursos de ambas tendencias en la magnífica investigación del desaparecido Mauricio López, 1989). Con esto, algunos elementos claves del discurso de la «comunicación educativa» parecen más articulados con el pensamiento cristiano renovador que con el popular.
(22) También Juan Díaz Bordenave sostiene que el uso de “procedimientos de índole transmisora” debe estar orientado por la problematización y la participación, para desarrollar una conciencia crítica y un espíritu solidario mediante el diálogo y el debate (cfr. Díaz Bordenave, 1982).
(23) Este nivel puede apreciarse en el concepto de interés crítico de la razón (de J. Habermas) que "se esfuerza por examinar cuándo las proposiciones captan legalidades invariantes de la acción social y cuándo captan relaciones de dependencia, ideológicamente fijadas, pero en principio susceptibles de cambio" (Habermas, 1994: 172).
(24) Véase, acerca de esta idea, Jensen, 1990. Esta dependencia de los foros para que la lectura o recepción tenga efectos sociopolíticos parece ser compartida por Guillermo Orozco al sostener la idea de comunidades de significación, apropiación e interpretación (Orozco Gómez, 1991).
(25) Véase a este respecto la concepción freireana del pronunciamiento de la palabra (Freire, 1970).
(26) El uso de los medios en la educación puede responder a modalidades coherentes con un modelo pedagógico crítico, que apunte a provocar instancias especialmente dialógicas frente al material utilizado, lo que alienta la reflexión, la toma de posición, etc. En este caso, también se piensa en el uso de los medios en la «educación popular», como una alternativa (Daza Hernández, 1993; Kaplún, 1985 y 1992a). Por lo general, el modelo crítico contiene una modalidad participativa y se procura integrar a los medios en un «proyecto educativo»; esto es: no sólo se los percibe como supuestos facilitadores del aprendizaje o como recursos del docente, sino como enmarcados en una construcción curricular (cuya pretensión es articular lo sociocultural y lo institucional). Por otro lado, la modalidad participativa (ligada más que nada a la educación no formal y comunitaria) ha generado experiencias en las que los grupos participan en el diseño y producción de medios y mensajes, o quedan registrados o registran acontecimientos en cassettes de audio o video, etc. (cfr. J. Huergo y M. B. Fernández, 2000; cap. 2).
(27) En el texto citado (cfr. Kaplún, 1992a: 41-43) el autor no deja suficientemente claro a qué se refiere con la idea de “conocimiento como producto social”. No explicita si el conocimiento es concebido como un producto social históricamente constituido como “dominio” en relación a un orden de luchas por el poder, posible de ser apropiado y aún resignificado en el marco de determinadas condiciones que sirven de referencia (es decir, con una autonomía relativa), y de ser “ampliado” con la producción de nuevos conocimientos basados en los previos (no sólo subjetivamente considerados, sino principalmente en su dimensión colectiva); o si, en cambio, el conocimiento es producido cada vez por autores que pueden irrumpir con autonomía absoluta en la historia con la fuerza de lo nuevo, a partir de referencias relacionadas sólo con el intercambio y la expresión grupal, a propósito del contexto y de las experiencias vividas en él. Kaplún expresa que el conocimiento y el saber son un producto social en la medida en “que se colectiviza, que se pone en común y se intercambia; esto es, que se comunica” (Kaplún, 1992a: 41). No se ve claro cuál es la concepción de conocimiento como producto social en el autor, aunque el referente educativo intersubjetivo y grupal e intergrupal nos pueden dar una pista en el sentido de que el autor sostendría la segunda alternativa presentada. La luz sobre lo que no dice Kaplún, sólo la echa la experiencia de Freinet sobre la que él se basa; sólo teniendo en cuanta esta matriz es posible sostener que Kaplún sostiene una suerte de mediación entre ambas concepciones de conocimiento: la que lo entiende como acumulación histórica pero dinámica (con autonomía relativa de los sujetos) y la que lo considera como irrupción de lo nuevo a partir de condiciones y referencias intersubjetivas. Aunque las interpretaciones y apropiaciones hagan un movimiento de péndulo entre las dos posiciones señaladas y, por lo general, recaigan en las experiencias de comunicación educativa en una suerte de constructivismo ingenuo y a-histórico, a veces exacerbado.
(28) Para Pasquali, la comunicación o relación comunicativa sólo se da entre personas éticamente autónomas que reconocen un otro con el que entrar en relación dialógica. La información, en cambio, es un envío de mensajes sin posibilidad de retorno entre un polo transmisor y otro receptor, totalmente a-ferentes (no referentes); si el otro no se reconoce como polo dialógico, hay cosificación (cfr. Pasquali, 1963).
(29) Es necesario destacar la propuesta de Mario Kaplún de que los comunicadores populares deben apropiarse de los conceptos y conocimientos que manejan y utilizan los medios masivos, para resignificarlos en herramientas prácticas de aplicación en el trabajo cotidiano (cfr. Kaplún, 1996: 111).
(30) La posición de la comunicación educativa intersubjetiva revela un sustrato conceptual informacional, aunque éste sea objeto de su crítica y, eventualmente, referencia de su propia construcción discursiva (por la vía de la negación). Lo hace al poner énfasis en la eficacia transmisiva, en los mensajes y su «llegada», en su eficacia educativa (lo que implica también una concepción transmisiva de lo educativo), en su desciframiento en cuanto active una capacidad intelectual.
(31) La concepción de los medios como objeto de «pánico moral» se evidencia al naturalizarse el anudamiento de los mismos con sólo interpelaciones dominantes, avalada conceptualmente con las ideas de Althusser acerca de los aparatos ideológicos. Pero, por un lado, los «micromensajes», los contenidos, las palabras y las actitudes que se producen y circulan en torno a los grupos y a los medios «de comunicación» (es decir, no «de difusión») o alternativos, son también interpelaciones y contienen modelos de identificación que buscan reconocimiento subjetivo. De hecho la prealimentación será una estrategia para hacer que los productos comunicacionales sean interpeladores. Por otro lado, a partir de la ruptura epistemológica producida por el «paradigma de las mediaciones» (Martín-Barbero, 1991) es necesario observar cómo, en los medios masivos, también se articulan deseos, placeres y expectativas de los sectores populares, y no cargan y transmiten o «difunden» sólo contenidos dominantes. Lo masivo debe desanudarse se lo dominante para percibir de qué modos es también una mediación de la cultura popular, de sus significaciones y sus visiones del mundo.
(32) Como se ha mencionado en reiteradas ocasiones el impacto de Pasquali en el discurso de la comunicación educativa, conviene hacer dos apreciaciones más. En primer lugar, los canales o medios, para Pasquali, pueden producir profundas transformaciones sintácticas, otorgando nuevas significaciones de un signo, por lo cual poseen capacidad comunicativa y no sólo instrumental. Esto es clave, ya que el uso de distintos medios implica la posibilidad de producción de diferentes interpretaciones; por lo que las interpretaciones no son sólo el patrimonio del grupo, del “modelo dialógico”, sino que están profundamente mediadas por los medios (concepción diferente a la del discurso de la comunicación educativa). En segundo lugar, la forma de comunicación dominante en la sociedad de masas es la alocución: un discurso unilateral que suscita relaciones de información y que no tiene respuesta; Pasquali apuesta a una política nacional de comunicación fruto de una lucha por obtener espacios públicos de expresión y participación ciudadana. La idea es más amplia que la de los pequeños espacios grupales de la comunicación educativa. Pero la noción de alocución está emparentada con las ideas de persuasión e interpelación de los sectores dominantes, por un lado, y la noción de espacios públicos de expresión donde exista una libre discusión entre individuos racionales (garantizados por una élite responsable), aunque más amplia que la de grupo de interlocutores, es siempre cercana a la idea habermasiana de espacios públicos racionales o comunidades ideales de comunicación (Habermas, 1992).
(33) El distanciamiento con el espontaneísmo y el populismo también está planteado específicamente en el campo de la educación. Kaplún afirma que si bien es cierta la aseveración de Freire según la cual “nadie educa a nadie”, también lo es que “nadie se educa solo”, con lo que poner énfasis en el diálogo y el intercambio, no significa prescindir del educador y de la información, ni que todo ha de surgir del auto-descubrimiento grupal (cfr. Kaplún, 1996: 55).